martes, 25 de noviembre de 2014

Esperanza

El sonido del grifo es demasiado fuerte. 

Él volvió a casarse. Tuvo algún hijo. No perdió a ninguno de sus amigos, ni su trabajo. Se enamoró de nuevo y continuó con su vida, dejando que el tiempo traspasara las fronteras del pasado y le brindara una nueva oportunidad. Oportunidad que no rechazó y que cogió al vuelo. Se cambió de ciudad y empezó de nuevo, con gente nueva, con nuevos amigos, con un nuevo amor, nuevas ilusiones, nuevas esperanzas.

El sonido del grifo abierto es demasiado fuerte.

Ella se quedó en casa. El único sonido que escucha son sus pies arrastrándose de la habitación al baño. Hace tiempo que rompió todos los espejos para no ver la tristeza que emanaban sus rasgos. También quemó muchas fotos. Trató de olvidar, y no pudo. Trató de volver a empezar, y no pudo. Trató de volver a confiar, y no pudo. La vida no le brindó una segunda oportunidad. La vida no le dio nada. Le dijeron que todo terminaría cuando él se marchara. Y, por un momento pensó que todo cambiaría, por un breve instante pensó que podría olvidar. Poco tardó en darse cuenta de que aquel sentimiento era sólo una ilusión. 
Su vida estaba rota, como los espejos. Su amor se había consumido en llamas, igual que las fotos. Y sus lágrimas se deslizan por su cara, igual que se arrastran los pies por todos los rincones de la casa. 
Esperanza no es el nombre de esta historia. Esperanza es el nombre de esta mujer, que perdió la esperanza de olvidar hace mucho tiempo. 

Como el sonido del grifo es demasiado fuerte, y lleva sonando mucho tiempo, los vecinos, algo molestos, llaman a la puerta. Nadie contestará nunca. "Se ha suicidado", dirá la gente, dirán los telediarios, dirá el periódico y dirá su recuerdo.

Él me mató hace mucho tiempo, dirán sus labios.

miércoles, 29 de octubre de 2014

Lolita. Mi Lolita.

Son las dos y cuatro minutos de la mañana y acabo de terminar de leer la que probablemente ha sido la más bella historia de amor que he conocido. Aún resbala tibia una última lágrima en mis mejillas encendidas. Debería dormirme, pero no puedo.
He de ser sincera. Decir que, cuando abrí por primera vez las páginas de esta novela, esperaba una historia repugnante, repleta de alusiones lascivas y secretas perversiones. Las hay. No olvidemos que Lolita, al final, y en superficie, es la historia de una obsesión demencial de un hombre de cuarenta años, por una niña de doce.
Pero no fue eso lo que encontré.
La descripción de la niña es sutil, es amable y refleja una ardorosa pasión, un desenfreno lujurioso por parte del protagonista, cierto; pero por encima de todo, la sensación del profundo amor de Humbert por Lo, será lo que cale en nuestro corazón.
Humbert. Le destrozaste la vida a una niña.
¿Novela pornográfica? Al parecer, está catalogada como tal. Yo no lo considero. Es más, rechazo absolutamente el término en alusiones a Lolita.
Es una novela fantástica, que habla de un tema de difícil tratamiento. Me resulta algo estúpido tener que señalar que estoy completamente en contra de la pederastia, aunque parece obligado decirlo.
Lolita causará un poderoso embrujo en el lector. Descrita como la más bella de las nínfulas, nos emocionarán su inocencia y sus jugueteos de niña que se sabe deseada. También podremos llegar a exasperarnos ante una niña caprichosa y consentida que estudia cada movimiento.
Lolita será una de las mujeres más amadas sobre la faz de la tierra. Más allá de convencionalismos, de errores, de sutiles críticas que pincelarán todo el relato, Lolita es una historia de amor.
Amor prohibido. Amor que es, que no debería ser. Amor con miedo. Humbert tiene siempre temor a que la niña, su niña, le abandone, le sea infiel, le traicione.
¿Ella consiente en esa relación incestuosa y depravada? Se preguntará el lector. Al principio, me dio la sensación de que ella es la única que comprende que es el objeto de los oscuros deseos de su padrastro y actúa en consecuencia, aprovechándose de ello. Después y, poco a poco, iremos viendo una transformación en Lolita, que va comprendiendo lo real de la situación en que se encuentra. Irá siendo más y más consciente de lo insólito de su situación, que la sociedad a la que ella quiere pertenecer, la sociedad de sus revistas juveniles, de sus amigas, no aceptaría jamás una relación como la que mantiene con Humbert, el viudo de su madre. Su padrastro.
Lolita es un libro por y para la encarnación y la recreación de esa niña. Es un canto al amor y a la obsesión. Un tributo a una mujer amada.
Porque, aunque sea el narrador Humbert, él siempre será una figura secundaria. La protagonista eres tú, Lolita.

"Era Lo, sencillamente Lo, por la mañana, un metro cuarenta y ocho de estatura con pies descalzos. Era Lola con pantalones. Era Dolly en la escuela. Era Dolores cuando firmaba. Pero en mis brazos era siempre Lolita."

No quiero decir nada más. En parte porque no me gusta destripar los libros y, en otra parte mucho más grande, porque esta novela no genera palabras. Genera sentimientos. Tenéis que leerla.

lunes, 20 de octubre de 2014

Tú y yo

Cierra los ojos y dame la mano. Siente mi mano. Mis huesos. Mis dedos. Mis uñas. Palpa cada uno de los pliegues que la forman. Confía en mi. Cierra los ojos y susurra palabras de aliento que no escaparán de tus labios porque morirán agotadas en hermosas caricias.
Siente mi cuerpo. Mis brazos. Sube hasta girar levemente en la hondura de mis hombros. Rodea mi cuello con tus manos y continúa explorando mi cara, mi pecho, mis cejas, mi sexo. Baja por las piernas y detente en la raíz de la rodilla. Acaricia y araña mis pies.
Date la vuelta y desliza suavemente tu mano por mi espalda.

Ahora sé que me amas. Que confías en mí. Que has visto con los ojos cerrados mi cuerpo y has comprobado que es igual al tuyo. Has contado los dedos de mis manos y mis pies. Has acariciado mis labios y habrás notado arrugas, baches, durezas, pellejos, heridas en mi piel. Habrás comprobado que soy humana. Como tú. Querrás que yo acaricie de igual manera tu cuerpo, y lo haré. Y confiaré en ti. Amaré ese cuerpo que se ofrece voluntario a que mis manos lo exploren.
Oiremos nuestras respiraciones que se irán acompasando acordes al silencio que rodea la escena. Sentiremos la necesidad física de mirarnos. De reflejar el cuerpo del otro en nuestros ojos. De saber cuál es la impresión causada.

Abrirás los ojos amándome. Verás mi cuerpo oscuro. Mi piel de ébano. Mis rasgos redondos, mis labios carnosos y mis enormes ojos oscuros.
Me preguntarás mi nombre y serás incapaz de pronunciarlo. Querrás saber de dónde vengo y no sabrás situar mi procedencia en tu maldito mapa mental.
Hace unos segundos tu y yo éramos iguales.

¿Dejarás de amarme?

martes, 14 de octubre de 2014

Sáhara

Tu nombre escrito en la arena ya no es tu nombre. El atardecer reblandece los párpados y una nube de polvo espesa y dorada lo convierte en arcilla. Arcilla que en mis manos inexpertas danza con el viento. Arcilla que en tus labios azules despelleja el mármol del significado de tu nombre. Las estrellas titilan sobre nosotros y tú las enciendes con pinceladas que, aún doradas, acarician suavemente los rayos estelares. Y ellas sonríen pequeñas y distantes, amadas y muertas, en el cielo crepuscular que tú conviertes en poesía. Arrullas mis manos acariciando una a una las yemas de mis dedos. Planeas despacio  sobre mi pelo. Me despeinas, te ríes, me acaricias. Me respiras. Te respiro. Y tú ríes. Despacio, cansado, ahogado en ti mismo me escuchas en el grave susurro de la eternidad. Porque tú eres la eternidad y el descanso. Eres sueño y tiempo. Eres alergia y semilla. Eres azul. 
Y te miro. Y te escondes en los versos que componen tus idas y venidas. Eres gente. 
Y me miras. Y me aturdes con tus cánticos errantes. Porque tú eres errante y montaña. 
Y tu nombre se diluye entre polvo de silencio. Y lloras. Y recuerdas. Eres memoria y tiempo. 
Eres desierto. 

Al Sáhara. Por tanto.

A los saharauis. Desde hoy y para siempre. Seguiremos preguntando por el mar.

lunes, 29 de septiembre de 2014

¿Por qué no queremos que África se salve?

Llevamos años evitando mirar la realidad que asola nuestras fronteras. Llevamos mucho, muchísimo tiempo tratando de evitarnos el conflicto moral que supondría volver la cabeza, los ojos, hacia nuestros vecinos.
Nos separa de ellos el mar, nos separan barreras, fronteras naturales. Hemos querido alejarnos aún más. Hemos querido protegernos. Se dice que "la mejor defensa, es un buen ataque", así, simplemente, les atacamos. Yo no he visto las cuchillas, las concertinas las llaman ahora, de Ceuta y Melilla. Mucha gente no las ha visto. Pero sabemos que están ahí, luciendo bajo el sol. Engalanadas con sangre, piel y sudor. Brillando y orgullosas de cumplir su cometido. Como un terrible monumento a la barbarie.

Las llaman concertinas, pero son cuchillas. Les llaman ilegales, pero son personas. Lo llaman protección y es ataque. Lo llaman legalidad, cuando lo único que vemos es crueldad.

¿Por qué no queremos que África se salve? ¿Por qué negamos su existencia? Sólo existen cuando son una supuesta amenaza. Cuando nos traen enfermedad, guerra o miseria. Nos molesta verlo. Porque nos pinchan la burbuja de irrealidad donde nos sentimos a gusto. Porque la sociedad en que vivimos está inmersa en una egolatría salvaje que nos impide girar la cabeza para observar y comprender a quienes, víctimas nuestras, tratan de vivir. Sólo vivir.

Y por eso han puesto cuchillas. Pero se han equivocado. África seguirá existiendo, seguirá trayendo dolor, seguirá naciendo una y otra vez, seguirá mostrándonos la miseria. Y seguirá siendo pobre. Mientras sigamos con los brazos cruzados, seguirán siendo asesinados en nuestras fronteras. Con nuestros nombres por bandera.

¿Hasta cuándo vamos a permitirlo?

martes, 23 de septiembre de 2014

El Tambor de Hojalata, Günter Grass.

Llevo todo el verano saboreando historias que me han aportado mucho y que han supuesto para mí un nuevo punto de inflexión en mi comprensión de la complejidad del alma humana. En Julio me tuvo absorta El Idiota y me enamoré de un príncipe bondadoso que se salía de los límites de la moral burguesa y molestaba a quienes, cínicos y embrutecidos, se reían de él. En Agosto, me tuvo entre lágrimas la historia de Anna Karenina y la compadecí más, si cabe, que a aquel miserable y generoso idiota. Anna me supo leer el alma con su dolor y odié de nuevo la hipocresía de la sociedad burguesa que la maltrataba.
Ambos libros me han hecho una profunda llaga en el corazón y nunca los voy a olvidar. Pero, a lo que voy. Relatando mis experiencias lectoras de estos últimos meses, cualquier amante de la lectura, se dará perfecta cuenta que, tras esas dos obras maestras de la literatura, no ya rusa, sino, universal (hablamos de escritores de la talla de Dostoiewsky y Tólstoi, nada menos), era difícil que otra novela cuya lectura fuera inmediatamente posterior, me rasgara como lo habían hecho las otras dos.
Me equivocaba.
Bueno, para ser sincera, en gran medida, no me equivocaba. Llevaba tiempo queriendo leer ese libro, aunque el porqué no viene ahora al caso. Después de que una gran amiga tratara en vano de regalármelo buscando en librerías y papelerías, después de que llegaran a decirnos que estaba descatalogado, cosa que en ningún caso tenía sentido, lo encontramos (y me avergüenza reconocerlo) en las estanterías de El Corte Inglés.

En fin. El libro.
Oskar nos cuenta, desde un hospital para enfermos mentales, la historia de su vida. Y ahí empieza todo.

Pocos personajes como el pequeño Oskar me han hecho tanto daño en las entrañas. He dormido con él y he soñado con sus gritos vitricidas. Porque Oskar, el niño que no quería crecer, gritaba de tal manera que sesgaba el vidrio a su antojo. He dicho "el niño que no quería crecer". Absténgase el aventurado lector de pensar que tiene ni remotamente el más mínimo, insignificante, minúsculo o diminuto parecido con Peter Pan.
No.
Oskar toma la decisión porque, en los años de preguerra en Alemania, constata que no quiere (ni debe) pertenecer a un mundo gobernado por adultos que le resultan insignificantes y superficiales. Ese mundo le es totalmente indiferente. El mismo día que toma tan terrible decisión (el día de su tercer cumpleaños), Oskar recibe su primer tambor de hojalata, promesa que le había hecho su madre el día de su nacimiento y que supondrá para Oskar un compañero inseparable durante años. (He dicho compañero pero debo aclarar que serán decenas los tambores que vayan pasando por la vida, y por las manos, de nuestro protagonista. En contra de lo que pudiera parecer, Oskar no siente un apego cariñoso a un tambor, sino una obsesión rayana en la demencia hacia EL tambor).
En resumen, Oskar me ha dejado la terrible sensación de estar leyendo la historia de un demente, un asesino, un personaje que no duda, que no teme, que no ama (a pesar de que él quiera engañar al lector), que no se arrepiente, que manipula, que no tiene un ápice de humildad, que en su egolatría olvida que no es más que un ser humano. Un hombre que no duda en ocultarse en su apariencia de niño de tres años pues, a lo largo de la novela, Oskar tendrá la apariencia de un inocente pequeño de ojos azules. Alguien capaz de compararse con Hitler y vencer. De compararse con Goethe y vencer. De compararse con Napoleón y vencer. De compararse (!) con Dios. Y vencer.
En definitiva, un personaje que es más malo que el veneno.

Recomiendo la lectura de esta obra cumbre de la literatura alemana, que no sólo nos cuenta la vida de Oskar (alternando la primera y la tercera persona), sino también la vida de aquellos que le rodean y, a su través, la historia de una guerra. La historia de una guerra que sólo conoceremos en tanto en cuanto afecte a la vida de nuestro protagonista pero que, a pesar de ello, no deja de ser aterradora y estar constantemente presente como una sombra que acechara a todos, incluso a los lectores.
Termino diciendo y señalando que lo más aterrador de Oskar, en mi caso, es que a pesar de ser tan horrible como lo he descrito, a pesar de comportarse como una miserable araña que va tejiendo y maquinando sin piedad, no le odio. No le odio aunque he sentido ganas de llorar y retortijones en el estómago (que no he vomitado de milagro, vaya), aunque la manera de relatar me daba naúseas (especialmente sus encuentros sexuales o su descripción de los sentimientos que tiene con respecto a la muerte de quienes le rodean). No, no le odio. Oskar me ha hecho llegar a las lágrimas relatando una historia llena de historias que, narradas con una fuerza expresiva fuera de lo común, han llevado al límite mis sentimientos. Y no sé si lo consigue porque logra engañarme a mi también con su apariencia infantil o porque el uso de la primera persona me hace empatizar. O puede ser porque también nuestro pequeño protagonista me ha hecho reír. Mucho. Una crítica plagada de rebuscados paralelismos, ese ego que gobernará siempre a Oskar, ese burlarse de cuanto le rodea, eso también forma parte de su decisión de no crecer, ese verlo todo desde otro punto de vista (tanto real como imaginado), darán al libro que tenemos entre las manos el punto satírico indispensable para comprender a Oskar. No le odio porque me ha dado la mano durante todo el recorrido y yo no la he soltado.

Creo que el próximo mes escucharé, leve, el tamboreo que nos ha acompañado a mí y a Oskar, durante toda la aventura.

El Tambor de Hojalata, Günter Grass. Maravilloso.

miércoles, 17 de septiembre de 2014

Tradición

Érase una vez, hace mucho tiempo, un animal hermoso que pastaba bajo los ardientes rayos de sol que engrandecían unos cuernos puntiagudos. El animal, imponente, grandioso, miraba con sus ojos castaños la hierba y el cielo que le regalaba el día.
Érase una vez un toro que pastaba tranquilo y negro sobre el verde tapiz de la vereda. Su grupa subía y bajaba acompasando una respiración monótona, carente de sentido y, sin embargo, llena de vida.
Érase un grupo de salvajes que se acercaron al majestuoso animal. En la vereda, le rodearon y azuzaron gastando y desgastando su paciencia.
Érase un animal paciente que pacía en un prado y erase también un río que, silbando, le cantaba versos al oído al animal que iba a morir. Porque el animal iba a morir, y eso hacía jalear a los salvajes que, con lanzas, gritos, palos y piedras, clamaban con sus bocas de dementes la sangre que, bombeando un corazón asustado, mantenía erguido al animal herido. El toro estaba solo.
Érase un toro que, con su último aliento, su última sangre, se desplomó en el suelo suplicando con unos ojos oscuros que decían, que gritaban, que exigían un por qué.
Érase una vez un animal que dedicó su último esfuerzo a mirar al cielo y a recordar su verde vereda, sabiendo que nunca más pastaría en ella, ni el sol reluciría furioso sobre sus cuernos, ni el río atronaría sus oídos con versos.
Érase una vez un animal triste.

lunes, 15 de septiembre de 2014

El frío

Estoy cansado de tener frío.
El frío lleva atenazando mis manos desde el día que llegue a este mundo, envuelto en una viscosa masa sanguinolenta. Lloré para llenar mis pulmones de angustia. Tenía miedo. Me envolvieron en una fría toalla las manos gélidas de una enfermera y me abrazaron los brazos de mi madre. Sus cálidas manos me reconfortaron durante un momento demasiado breve y la fría capa de mi cuerpo las enfriaron en cuestión de segundos.
Mas tarde, cuando ya aprendí a sostenerme en un suelo que parecía hielo, descubrí pequeñas cosas que me reconfortaban. El fuego, la lumbre, los abrazos de mi madre. Solo esas cosas me ayudan a descascarillar la escarcha invisible que amenaza con congelarme pero que, al mismo tiempo, me protege.
El médico dice que son figuraciones mías. Claro. Él es incapaz de comprender mi inevitable miedo a morir de frío en pleno Julio. Me hicieron pruebas con resultados invariablemente negativos y decidieron mandarme al psicólogo. Yo prefiero llamarle loquero. Y es posible que esté loco porque, ¿cómo se explica que el vaho que sale de mis labios sólo lo vea yo? ¿Cómo puede ser que mi cuerpo no deje de temblar y sólo yo me de cuenta?
Tengo miedo a que la sangre de mis venas se congele dentro de mi cuerpo, le dije al loquero. Tengo miedo de morir cuando me cambio de ropa. Sufro ataques de ansiedad cada vez que pienso que mi anciana madre pueda morir porque perdería una de las fuentes que logran que yo siga con vida. Me estremezco (aun más) de solo imaginarme un día sin agua caliente. Él no lo entiende. Finge entenderme, pero no lo hace. Me somete a pruebas día tras día. Baja la temperatura de la estufa que le obligo a mantener encendida durante las sesiones. Yo me doy cuenta. Aunque haya sido un solo grado, me doy cuenta. Y aunque él trate de disimularlo, está fascinado, y comienza a creerme. Un día tocó mis manos.
¿Puedo tocar tus manos? Me preguntó. Ahí supe que había empezado a creerme. Y le acerqué mis gélidas extremidades, no a sus propias manos, sino a su rostro. Vi su mueca. Le noté temblar un momento. No volví a las sesiones. Me estaban estafando. Además, en los ojos de mi doctor pude observar, más que frío, miedo.
Porque tenemos miedo de lo que no sabemos explicar. Y mucho más un médico. En este caso, un loquero.
Yo no puedo saber lo que me pasa o por qué me pasa esto y, no, antes de que el aventurado lector cometa el error de pensarlo, no soy un vampiro ni nada por el estilo. Y si lo fuera, no sería tan estúpido de contarlo. Ni de narrar la vida de un ídem. Así que de vampiro no tengo nada, excepto que no me gusta el olor a ajo, pero éste está muy lejos de matarme.
Va a matarme el frío.
Y no sé explicar el por qué. Mi madre dice que tengo soledad. Está chocha, claro. Eso es una gilipollez, yo no me siento solo, de hecho, me siento excesivamente acompañado. Acompañado, muy frecuentemente, por gente que trata de demostrar su erudición haciendo experimentos conmigo. Yo les sigo el rollo porque, en cierto modo, me divierten. Así, he llegado a hacer cosas como acostarme con varios de mis amigos en experiencias homosexuales que podría relatar con escrupuloso detalle. No voy a hacerlo, por supuesto, sobre todo porque de relatos eróticos está el mundo lleno y lo que yo hice no se sale demasiado de los lindes de una película pornográfica. También he tenido encuentros sexuales con varias mujeres. En este caso, si me ahorro los detalles no es por lo escabroso que pueda parecerme a mí mismo lo que hice con ellas, sino porque no tengo el más mínimo interés en que los miembros del jurado, ustedes, en su gran mayoría heterosexuales, se masturben leyendo estas páginas. En cualquier caso fueron experiencias altamente satisfactorias pero que no rebajaron en ningún caso mi ardiente frío (aunque sí mi deseo).

Esta es la breve historia de un alma breve. Y, sin más preámbulos, argumentaré mi defensa. Fría y breve. Como yo.

Hoy, veintisiete años después del día de mi nacimiento (el día más importante de la Historia de Mi Humanidad), sé que voy a morir. Enterré a mi madre hace dos meses. La pobrecita estaba blanca, pálida y, por primera vez desde que me abrazó aquella vez en que lloré al mundo, toqué sus manos y tuve que separarme de ella con una mueca de disgusto. Estaba fría. Sus labios finos recubiertos por una capa de escarcha que los tornó morados. Sus ojos, muy abiertos, aún miraban con espanto el rostro de su verdugo. Su temor, su miedo, la había paralizado en esa oscura agonía que todos, incluidos ustedes, miembros del jurado, tan altos y soberbios, van a vivir en algún momento. Miraba, como digo, a su verdugo con espanto. Y su verdugo, su hijo, yo, vil hombre salido de las profundidades de algún infierno helado, cerró sus ojos condenatorios. Callé sus ojos y, ese sutil gesto, disfrazó de dolor mi miedo, mi culpa. Mi madre murió en un intento desesperado de darme vida, darme su aliento. Trató de llevarse consigo mi escarcha y mi frío. Y yo la maté. Y ella, que a pesar de todo, de su miedo, de su amor, de esa infatigable abnegación de la que se jactan las madres, me culpó de su muerte, y me aterraba.
Desde entonces, estimados miembros del jurado, una parte de mí clamó venganza hacia esa mujer que había perdido la vida para, creía yo, culpable de tantos males, mortificar mi existencia y acentuar mi gelidez.
Yo no portaba un cuchillo, señores, no llevaba nada en las manos. Sólo el frío. Y mi madre, pobrecita, mi madre se sacrificó para salvarme. Ella me lo dijo. Mis manos de hielo se cerraron en su cuello, y ella, mi madre, pobrecita, dejó de respirar para salvarme a mí, pobre engendro, de las garras de mi propia inconsistencia.
Y, si ustedes, en su sonora omnipotencia y en su salvaguarda de humanos sin taras, sin miedo, sin frío, lo consideran oportuno, entonces he de ser condenado, pero, ¿quién es el hombre para juzgar lo que no puede comprender? Si mi madre siguiera viva, triste, pobrecita mía, yo estaría muerto, y quizá sea eso lo mejor, siendo yo una criatura extraña, engendro del mal y salido del abismo. Quizá yo debí morir o dejarme morir cuando ella me suplicó que acabara con su sufrimiento. Quizá no soy más que un animal patético que se aferra a una vida condenada al desastre porque siempre será un asesino. O quizá hoy se juzgará mi muerte, y con ella, a mi madre, bendito ángel, por mi homicidio. Quizá todos ustedes no comprendan que el frío nubla y congela todo pensamiento. Y mi pensamiento se congeló en la red de mis manos sobre la garganta de quien me trajo al mundo. Y sus lágrimas devastaron y rompieron ese frío que me mataba.
Soy un asesino. Pero ¿soy culpable acaso de salvar a mi madre? Ella hubiera acabado con mi vida, la vida de su hijo, su único hijo, su primogénito monstruo, de no haberlo hecho yo antes. Ella así lo quiso. Y yo también. Juzguen mi error y condenen al cálido fuego eterno a este alma congelada y marchita porque, sino, yo mismo clavaré las garras en sus huesos y en sus músculos y atravesaré sus asquerosas vísceras porque, como monstruo, engendro vampírico terrorífico, como El Mal, sonreiré y me llenará de calor el grito y el aliento que saldrá, espantado, de sus purulentas gargantas.

Relevo

"Cualquier destinopor largo y complicado que seaconsta en realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es". J. L. Borges


-Nos reuníamos antes allí, en los futbolines, todos los domingos. Una partidita y luego ¡ale!, de bar en bar. Todos los hermanos. Los siete. Tú te quedabas por ahí sola con una coca cola. Nunca querías jugar. Aunque, claro, eras mu pequeña, ya ni te acordarás. Tu padre era el mejor,canija. Siempre nos juntábamos de pareja. Menudas palizas les metíamos a estos gualtrapas...- Mi tío Luis se queda un buen rato callado. Cierra los ojos y suspira. Cuando vuelve a abrirlos, me mira fijamente.- Ahora que eres mayor, te puedo hablar claro, ¿no? Tus tíos, una panda de caraduras. Porque antes todo mu bien; que si jugábamos a las cartas, que si íbamos al Santiago Bernabéu, lo del futbolín, los toros... todo eso lo hacíamos juntos. Hasta que metimos el puto dinero de por medio. O hasta que murió tu padre. Supongo que ambas cosas. Empezaron estos a tener apuros económicos y... Luci, tú sabes que yo no tengo ningún problema en dejar dinero y menos a mis hermanos. Empezó el Santi. Dos mil euros pa nosequé de la casa. Dijo que me los devolvería pero yo ya sabía que era a fondo perdido, canija. - Mi tío suelta una carcajada estridente que retumba en todas las paredes del bar. Mucha gente nos mira.- A mí eso me ha dado siempre igual, ya lo sabes. Y bueno, luego el Ángel decía que le iban a cortar no sé si la luz o el agua y ¡ale!, otros dos mil napos. Del tirón, ¿sabes? Y yo nunca se lo he pedío, ni pienso hacerlo. Pero coño, la partidita de los domingos... Son una panda de caraduras. Al Lolo no hay manera de sacarle de casa, está muerto en vida. ¡Muerto está! Que se lo digo to los días, pero que na, que no hay manera. Que sí, canija, que le da miedo salir a la calle por el tema ese del ictus que le dio hace años y que estuvo ahí tirao en la calle. Pa haberse matao, de acuerdo, pero joder, Luci, no me jodas. Eso no es vida. He pensao en comprarle un perro o algo pa obligarle a salir aunque sea pero, bua, al final el perro me lo voy a comer yo y no estoy pa más fregaos. El Ángel, el más listo; se casa, pasa de sus hermanos y cuando necesita pelas se acuerda del gilipollas del Luis. La Pili ya sabes cómo está, pobrecita mía, que ya no puede casi ni moverse de la cama. Estas navidades le voy a regalar una tele, que la que tiene es una mierda, tó los cables pelaos y todo mu malamente dispuesto. Yo no creo en la navidad, ¿sabes Luci? Pero un regalo o una cena entre todos pues sería lo suyo, joder. Estar todos juntos una puta noche. Yo no creo en Dios ni ná. O qué te crees. ¿Que están ahí todos los que nos han dejao bailando jotas? No no. Eso son cuentos. Tu padre me jodió la vida, ¿sabes? Se murió y me jodió la vida. Tu padre era mi hermano. El único, joder. Que no tenía un puto duro pero tampoco lo pedía, coño. Que venía a casa a verme. Nos íbamos de cubatas noches enteras. Todavía me preguntan por él. Le quería mucho por aquí la gente. Yo el que más, eso sí. Eso que te quede pero bien claro, Lucía. El muy... me jodió la vida. Me la jodió, sí.- Mi tío se gira para que yo no vea el dolor que sale de sus ojos azules. No tarda mucho en recomponerse.- Luego está el Pablo. A ése creo que ni le conoces, o le viste una vez de pequeña. Ni te acordarás. -Niego con la cabeza- Tiene mitad de la cara quemada, ¿ya te acuerdas?- Asiento enérgicamente- El muy gilipollas se quemó la cara de canijo y así se ha quedao. Ése va a lo suyo. Creo que está con una ahora. Una colombiana o no se qué. Tampoco le veo mucho. -Luis hace una breve pausa para darle un trago a su bebida. Mirando al suelo, continúa.- Del que sí me acuerdo mucho es del Pepe. Tu tío Pepe. No me mires así, canija, tú no le llegaste a conocer. No habías nacido cuando murió. Madre mía la que se armó en el hospital. Los médicos desquiciaos, te lo juro. La policía en la entrada de su habitación porque, claro, el Pepe estaba en la cárcel cuando se puso malo. Que no sabían lo que era, decían. Que no sabían, los hijos de puta. Qué hijos de puta. Le dejaron morir. De mala manera, ahí, solo. Que no podíamos entrar, que nos decían 'es peligroso'. Qué hijos de puta. Ni un abrazo le pudo dar a su madre. A tu abuela, que en paz descanse. Ni un beso. Cómo lloraba tu abuela. No te haces una idea. Yo no sé lo que debe ser pa una madre perder a un hijo. Pero, joder. Ni traspasar el umbral le dejaron. Ahí a través de un cristal. Tu padre le quería mucho, al Pepe. Se hacía querer, el muy cabrón. To el día de guasa. No sé por qué lo metieron en la cárcel. Nunca lo pregunté, y qué quieres que te diga, canija. Prefiero no saberlo. -Mi tío coge una servilleta y se suena ruidosamente los mocos. Le hace un gesto al camarero para que rellene nuestras bebidas. El camarero lo hace y mi tío le da un largo trago a la suya.- Después nos dijeron que era sida, lo que tenía el Pepe. Figúrate, el sida. No se sabía ni lo que era. Vaya jaleo se montó en el hospital. -Luis hace una pausa simbólica, casi teatral, en su discurso. La sonrisa vuelve a su rostro cuando sigue hablando- Pues yo me voy a regalar un fin de semana y me voy pa Asturias, que me lo tengo ganao. Me voy pa Asturias y seguramente vuelva casao. No te rías tanto, canija, que ya te conté que estoy con una chinita. Una chica bien maja y bien guapa. Igual me caso con la chinita. La pena es que nunca me acuerdo de su nombre. Mulan, que la llamo yo. O chinita. Chinita de mis amores. Pues como venga casao, el disgusto que se van a llevar tus tíos. Tó lo mío pa mi Mulan, coño. A tomar por culo. No te rías, canija, que lo digo en serio. Pa mi china, y pa ti, claro, eso ya lo sabes -Me guiña un ojo.- Pero de que me voy no les digas ná a estos, que no quiero que se entere nadie. Aunque, total, no creo que nadie me echase de menos hasta que les pique el bolsillo. Vaya panda. Y la cosa es que les quiero, Luci. Que son mis hermanos, cachis, que me da rabia hablar mal de ellos. Pero es que son unos interesaos. Solo miran por ellos. Primerísimas figuras. Que el Javi, el del Ángel se casó hace dos meses. Si, si, como lo oyes. Ni a la boda me invitaron. Que no me importa, canija. Que ya no espero na de nadie. La partidita de los domingos. Eso sí que lo echo de menos, que igual que te digo una cosa te digo la otra.

Mi tío, cansado de hablar, se queda callado mirando su copa casi vacía. Le digo que tengo que irme. Luis asiente, pide la cuenta, paga, y salimos despacio del bar. Su cojera se ha acentuado con el paso de los años y el alcohol ha empezado a hacer mella, con lo que tengo que agarrarle del brazo para salir. Me acompaña a la parada del autobús y nos despedimos con un abrazo. Feliz Navidad, le digo a sabiendas de que no podría decir nada más estúpido. Me sonríe y me da saludos para mi madre. Veo a mi tío alejarse calle arriba cojeando y me doy la vuelta para no verle. Llega el autobús y, antes de subirme, vuelvo a darme la vuelta y observo que aún no ha desaparecido de mi vista. La gente me empuja para subirse, estamos en hora punta en Madrid. Yo me quedo helada mirando a mi tío. Algo me ha detenido completamente. Acabo de caer en que es domingo. Alguien me insulta por tardar tanto y el autobusero me mira con cara de fastidio. Entonces, aparto a empujones a la gente que hace cola detrás de mí y echo a correr calle arriba. Sin parar. Siento que se me van a salir los pulmones por la boca. Deberías dejar de fumar, canija, me dice siempre mi tío. Sigo corriendo hasta que le alcanzo.

-Vamos a los futbolines que te voy a meter una paliza que pa qué, Luis.

Mi tío me mira. Sus ojos reflejan tal gratitud que soy incapaz de describirlo con palabras.

-¿Tú a mí, canija?

lunes, 8 de septiembre de 2014

Al otro lado

La plaza del Cascorro está llena de gente. Árabes, africanos, asiáticos, europeos. Gracias a esto, escucho una amalgama de idiomas a gritos que, en contra de lo que pudiera parecer, no me desagrada en absoluto. Llego a la plaza un poco perdida, sintiéndome muy pequeña. Una madrileña más paseando por las luces de La Latina. Encuentro a un grupo de conocidos, con los que comparto unas breves palabras y muchas risas. Aquí todo el mundo está borracho. Como siempre, supongo que por esta manía de contar historias, observo a las personas que me rodean.
Como digo, hay mucha gente. Pero lo mejor de todo sucede cuando unos chicos se ponen a jugar un partido de fútbol con una botella vacía como pelota. Gritan, aplauden, ríen...
Sonrío mirando la escena, que me recuerda mis años en el colegio. De pronto, algo llama la atención de todos y los rostros que me rodean se ponen serios. La gente ya no grita. Ahora sólo escucho español en la plaza.
La causa de este repentino cambio, como no podía ser de otra manera, es una luz azul que se acerca a gran velocidad calle arriba. La policía de Madrid haciendo de las suyas. La plaza se va vaciando poco a poco, cada vez más rápido. Ya no queda casi gente. Yo también me voy lo más rápidamente que puedo.
Siguen llegando coches y en breves minutos la plaza queda completamente vacía. Mis amigos y yo comenzamos a subir la calle en dirección a Tirso. De pronto, me doy cuenta de que me he dejado el bolso en la plaza. Bajo la calle a todo correr sin ninguna esperanza de encontrarlo. Cuando llego, me sorprende ver que aún quedan algunos coches azules. Entro en la plaza bajo la mirada de desprecio de las fuerzas del orden. Me acerco al banco y, ahí está mi bolso. Lo recojo sin poder apenas creer que siga ahí y, cuando voy a irme, algo me roza los pies. Un perrito. Me agacho y lo acaricio mientras él me lo agradece con besos mojados.
Cuando, por fin, me incorporo para irme, el perro se aleja unos metros y se acurruca junto a un bulto negro que está tirado bajo uno de los bancos de la plaza. Me acerco. Es un chico de unos treinta años, que va mal afeitado y que está tratando de dormir. Le saludo y me responde con una sonrisa. Hablo un rato con él, no mucho porque le noto muy cansado y no quiero ser un estorbo. Giro la cabeza y me encuentro con que la policía sigue mirándonos, obviamente, estamos solos en la plaza.
No sé qué hacer por él, así que resuelvo darle el paquete de tabaco que llevo en el bolso (sólo quedan dos cigarros con lo que me siento absurdamente miserable), me levanto, me despido dándole la mano, acaricio brevemente a su perro y me voy. Cuando salgo de la plaza, lo único que pienso es en que las luces de los coches molestan el sueño de mis nuevos amigos. Ya que no vais a ayudarles, al menos dejadles dormir. Bastardos.

¿Quienes son los salvajes? ¿Los chavales que jugaban al fútbol? ¿Mis amigos y yo? ¿El chico y su perro?
No. El salvajismo y la indecencia volvieron a venir de la mano del Excelentísimo Ayuntamiento de Madrid. Queridas Fuerzas de Seguridad, perdonad que os lo diga pero, francamente, estáis en el lado equivocado.

El chico se llama Jorge. Su perro, Chulo. Ambos son madrileños "de toda la vida". Jorge lleva paseando sus 32 años por las calles de Madrid los últimos cinco meses. Escribe poesía y cuentos infantiles. Hace tiempo que no habla con sus padres porque no quiere entristecerles. Pero, claro, ¿a quién le importa eso?

martes, 12 de agosto de 2014

72 horas

Musa tenía diecisiete años y el mundo a sus pies. Era alto y delgado, sus ojos negros destacaban en un rostro amable que brillaba con una perfecta y generosa sonrisa. Sus manos eran grandes y fuertes. La piel morena que lucía estaba completamente perlada de sudor aquella mañana. Hacía mucho calor en la ciudad.
El muchacho se levantó y se puso lentamente la fina chilaba blanca que cubría todo su cuerpo. Enfundó sus pies en las gastadas sandalias grises que le había regalado su madre y se dispuso a salir a la calle. Abrió la puerta y los primeros rayos de luz dorada se colaron en la casa. Las moscas hacían mucho ruido y se le pegaban a la piel, quizá bebiendo su sudor salado. Musa las espantó a manotazos y pasó una mano por su frente mientras negaba con la cabeza. No quiso mirar a la calle y, en su lugar, volvió los ojos al cielo en un intento desesperado de comprender.
No hubo respuesta. Tal vez, Musa sí obtuvo una respuesta en su corazón, ya que, haciendo acopio de toda su voluntad, volvió a bajar los ojos a tierra y comenzó a ayudar a su pueblo, a su gente, en la recogida de escombros.
Pasaron horas bajo el sol, sin comer y sin beber ya que era el mes sagrado, apenas sin hablar entre todos los que limpiaban la calle. Sólo se escuchaba una lenta letanía...

-72 horas.

Musa no escuchaba. No sonreía. Cada rato, miraba al cielo y murmuraba mientras callaba las respuestas que le entregaba su corazón. Y continuaba. Por la noche, cansado, se reunió con su madre para cenar. Era una mujer enjuta, de rostro severo, que le hablaba con palabras bruscas y dolientes para no dejar traslucir el dolor que latía en su pecho. Quizá ella no escuchaba ya las respuestas que le daba el cielo. El joven salió de la casa de su madre con una molesta sensación de angustia. Al día siguiente, cumpliendo con su deber, con el cielo y con su moral, el muchacho volvió a la calle y recogió más escombros. Lo único que había cambiado era el rumor:

-48 horas.

Musa limpió una lágrima que corría por su rostro moreno como una vergüenza triste y continuó su trabajo. Varios niños pasaron por su lado corriendo y gritando. Y Musa tuvo que secarse el rostro de nuevo.

-24 horas

Esto se repetía al día siguiente. Y volvió el miedo. El miedo que no se había ido, sólo estaba agazapado en alguna parte de las entrañas del joven. El miedo a todo. El terror. El triste consuelo de que todo terminara con la recogida de escombros. La promesa del cielo. El rumor de las olas del mar. Todo. Todo había sido una mentira, un parche. Un espacio de irrealidad tangible en una realidad que amenazaba y atemorizaba todo cuanto le rodeaba.

Al día siguiente no quedaban horas. Al día siguiente no quedaba nada. Musa no llegó a ayudar. Tampoco su madre. Nadie quedó. En el viento silbaba la marca terrible de un proyectil. Y en occidente sólo se habló de unos cuantos muertos. No se habló de las lágrimas del muchacho, ni de su sonrisa, ni de sus manos cansadas. No se habló de la angustia por su madre. No se habló de cómo miraba al cielo ni de las respuestas que encontraba en su corazón.

Sólo quedaron las moscas.

jueves, 7 de agosto de 2014

Dos sueños.

El primer sueño huele a humedad, a miel y a carne. Huele a viento y a tierra mojada. El primer sueño aparece engalanado de flores y sonrisas. Alguna que otra lágrima se desliza entre los párpados del bebé. El viaje onírico del pequeño comienza sin animales, sin números, sin temores. Los primeros sueños se guardan como tesoros en algún remoto lugar de su cabeza. El sueño no contiene palabras. Contiene sensaciones y caricias.

Despiértale.
Rompe los sueños del pequeño y destruye sus fantasías. Acuchilla, desgarra, arranca, revienta, muerde, patea sus sueños. Enséñale la muerte y la crueldad. Háblale de los beneficios del egoísmo y de la pobreza. Cuestiónale si merece la pena ser amable o sonreír. Destruye sus ideales. Conviértele en un prototipo de lo que eres tú. Demuéstrale la virtud del mal ajeno. Haz que aprenda a gritar y a llorar. Escupe en sus fantasías y niégale el futuro que desea. Logra que la sociedad se imponga en su mente. Ponle límites.
Crea un hombre débil, acostumbrado a no sentir. A no superar la pérdida. A repetir la letanía de 'no se puede hacer nada'. Que se avergüence de llorar.

O deja que siga durmiendo. Oliendo a sueño y a flores. Échate a dormir a su lado. Sueña.
Confía en el cambio. Construye tu camino junto al suyo. Deja que él, libre de prejuicios y de miedos, te enseñe. Que te escriba con su risa y su olor el viento de los sueños viejos. Que te susurre. Deja que sea él quien te arrulle y guarde tu sueño.

Entonces, mecido por su sueño, dale valores y algo por lo que luchar. Dale un motivo. Uno solo. Y ahora, espera.

Construye un mundo en el que merezca la pena vivir.

sábado, 2 de agosto de 2014

Reflejo

El local está casi vacío cuando llegamos aunque se va llenando paulatinamente de jóvenes que arrastran los pies y se acercan a la barra casi como autómatas. El lugar es espacioso y la música suena a todo trapo desde los altavoces. Uno de ellos está colocado a mi espalda, con lo que permanezco ajena a la animada charla que mantienen mis compañeras de mesa, mis amigas. El aislamiento forzoso me permite ir enhebrando historias inventadas de las personas que tengo a mi alrededor. Amores imposibles, traiciones, venganzas, duelos, pérdidas, alegrías y tristezas se van mezclando en las ebrias sonrisas de los protagonistas de mis historias silenciosas. Por un momento, una de esas historias me atrapa más que el resto. Una chica, sentada, sola, con la clara mirada de la derrota, observa el ir y venir de los grupos. Es hermoso contemplarla. Ella no. Tiene una edad que estará comprendida entre los veinte, veintiuno, y calza zapatillas de deporte.  Murmura en silencio. Sonríe alguna que otra vez. No sé cómo es capaz de mantenerse aún en pie y sostener la enorme copa de vino que mantiene apretada en sus manos. De vez en cuando, inclina la cabeza y abre los labios para mojar su garganta con el líquido morado y, mientras lo hace, cierra los ojos. Imagino que piensa que no está ahí sentada. Sola. Que no está derrotada y que la aguarda un futuro plagado de historias reales, y no ficticias como las que yo voy creando. Imagino que escucha el bramido del mar y alguna música replica una y otra vez martilleando sus sienes. Imagino que, mientras cierra los ojos y se traslada, la chica es feliz. Cuando vuelve a abrir los ojos, éstos se centran en otra persona que ha hecho su aparición en el local. Lo analiza y murmura. De vez en cuando sonríe.

Levanta la vista y me mira. La observo. Sonríe, sonrío. una lágrima corre por su mejilla y veo cómo la limpia con la manga del jersey rojo mientras me seco la cara. Alguien entra en el local, se apoya en el cristal y, despreocupadamente, sin saber el error infame que está cometiendo, tapa mi reflejo.
Vuelvo a estar sola.

martes, 29 de julio de 2014

A mi hermana y mi padre

Juan dejaba pasar el tiempo sentado, leyendo, fumando, pensando. También le gustaba escuchar música y escribir. De vez en cuando recitaba versos que había escuchado o leído en alguna parte. Siempre fue un poco poeta. Le gustaba pasear y se conocía cada rincón de Madrid. Tenía muchos amigos.
Su risa era grave, profunda. Sincera.
Era algo vanidoso, y se peinaba unas diez veces al día. Nunca le dio importancia al dinero. Ni cuando lo tuvo, ni cuando se quedó sin nada. Guardaba pequeños tesoros en un cajón. Su riqueza consistía en un viejo periódico, un libro de poesía argentina y otro de poesía chilena. Algunas cintas y algunas fotos. Nada más. 
Era, pues, una persona muy sencilla,de gustos aún más sencillos, y de extraordinaria bondad. Nunca supo qué era la envidia ni le deseó mal alguno a nadie. 

Lucía pasaba las horas entretenida leyendo, fumando, pensando. También le gustaba escuchar música y escribir. De vez en cuando recitaba versos que había escuchado o leído en alguna parte. Siempre fue un poco poeta. Le gustaba pasear y se conocía cada rincón de Madrid. Tenía muchos amigos.
Su risa era como el canto de algunos pájaros. Sincera.
Era muy coqueta y gustaba de arreglarse hasta para ir a por el pan. También guardaba tesoros. Un colgante de algún novio, un recorte de periódico amarillento, unos cuantos libros. Algunas cintas y algunas fotos. Nada más.
Era, pues, una persona muy sencilla,de gustos aún más sencillos, y de extraordinaria bondad. Nunca supo qué era la envidia ni le deseó mal alguno a nadie. 

Lucía amaba a Juan. Y Juan adoraba a Lucía.

Un día.

Un día.

Un día todo desapareció. Y Lucía convirtió la risa de Juan en su risa. Los poemas de Juan en su propia poesía. Robó los tesoros de Juan y los escondió en un armario.

Y cerró la puerta.

Juan no volvió a susurrar versos y calló para siempre. Siempre ausente.

Me gustas cuando callas, Lucía, porque estás como ausente.
Distante y dolorosa como si hubieras muerto. 
Una palabra entonces, una sonrisa bastan. 
Y estoy alegre, alegre de que no sea cierto.

Te quiero.

Sus ojos

Hoy sólo quiero llorar lágrimas de rabia frente al escritorio. Quiero gritar y quiero esconderme bajo mis párpados hasta que pase la tormenta. Quiero dejar de escuchar el silbido de las bombas en mi cabeza. Cerrar los ojos y no ver. Olvidar. Quiero agachar la cabeza por delante y pasar sin miedo entre las páginas de los libros que me observan en la estantería.
Quiero llorar lágrimas dulces de rabia porque yo no tengo miedo. No tengo miedo a morir aplastada. Ni temo sostener a mi madre en los brazos. No tengo miedo a recibir una llamada que me diga que no volveré a ver a mi hermana. No tengo miedo al dolor.

A mí no me están masacrando.

Quiero llorar porque no puedo hacer nada más. Porque están llorando ellos. Porque su cielo es el mismo que permanece, azul, sobre mi cabeza. Porque pido deseos a estrellas que ellos no quieren mirar. Porque el sol que nos alumbra es el mismo.
Quiero llorar porque yo de pequeña jugaba con muñecas. Siempre tuve agua, comida, una casa, a mi familia. Y mucho más. Tuve seguridad.
No veo en sus rostros desesperación, ni odio, ni tristeza, ni angustia... Veo unos ojos que gritan, acuchillan, que culpan. Porque todos somos culpables. Todos. Todos. Todos. Los mismos ojos, la misma expresión en niños, padres, madres, hermanos, jóvenes y ancianos. La misma mirada desesperada. Nos están gritando y el mundo se limita a quitarles el sonido, a seguir viviendo mientras ellos mueren.

Quiero que la gente no tenga que preguntarse por qué hay niños jugando en Palestina y se pregunten por qué están matando niños que juegan en Palestina. Por qué el mundo está tan deshumanizado que ver muertes no supone un constante desgarro en el corazón. Por qué el miedo, el terror y la desesperanza se cuelan por nuestros televisores y no morimos con ellos. Por qué esos ojos nos son indiferentes.

¿Cuál fue su culpa, su error?

Les están robando su presente, y aniquilando su futuro. Les están devorando.

Palestina somos todos.




domingo, 8 de junio de 2014

Prepárate, Felipe.

A menudo pienso en cada hombre o mujer que, valientemente, escupe a la sociedad que les ha humillado y relegado al grado de ciudadano de segunda clase, de segundo orden. Hace mucho tiempo, Marx habló de la 'lucha de clases'. Seguimos inmersos en esa lucha, es esa sociedad dividida de manera injusta y medieval en estamentos que utilizan la palabra 'justicia', 'dignidad' o 'solidaridad' privándolas de todo su significado. Hoy en día son palabras casi huecas, manidas y explotadas por todos. Quiero recordar aquí la importancia de los significados que, al final, formarán la idea en nuestra cabeza ya que, sin palabra que lo designe, el concepto no existe.
Dios existe cuando lo nombramos, cuando rezamos, cuando rogamos. La gente a la que queremos existe porque pensamos en ellos y, así, están vivos para nosotros. Lo mismo ocurre con las palabras.
La lucha acaba de comenzar y el simple hecho de ver a jóvenes desmotivados, que repiten como una letanía el famoso 'no va a servir para nada', es un triunfo de la casta (gracias, Pablo). Y no debemos permitir que sean ellos quienes decidan qué va a ser de tu vida, quienes destruyan tus sueños.
¿Te imaginas una república? Yo sí. Me imagino a mi país unido, dándole la espalda a un sistema arcaico y anacrónico. Diciendo BASTA. Tomando el control y derrocando a una familia que reina bajo la única legitimidad que le confiere el haber nacido con determinado apellido.
Dicen que Felipe, el supuesto nuevo monarca (y digo supuesto porque yo sí creo en una república) es 'el más preparado para reinar' y lo que decimos, lo que gritamos los demás es que no dudamos de su grado de preparación, simplemente queremos que disponga de las mismas oportunidades que cualquiera. Que se presente a las elecciones, que demuestre lo preparado que está. Que, por una vez, esto sea un estado democrático y se consulte a la ciudadanía si quiere o no, mantener en lo alto de la esfera a esta familia. Porque no valen más que tú, ni que yo, ni que nadie. Al fin y al cabo, todos hemos nacido, que ha sido el único mérito que tuvo que lograr él para ser el sucesor de la corona.
Los que decimos sí al referéndum, le estamos dando una oportunidad. Una. Para demostrar que es una persona íntegra y que le importa la voz de los que estamos abajo.
El problema incuestionable que presenta la monarquía es que está en absoluta oposición a la democracia. Los reyes surgieron de la creencia en que había personas cuyo 'origen divino' les legitimaba para dirigir un estado. ¿Alguien continúa pensando de esta manera? Absolutamente no. Entonces, ¿cómo podemos seguir bajo el mando de un rey?
Dicen que Felipe está sobradamente preparado para reinar, pero si no lo estuviera, si no hubiera estudiado, si fuera idiota, fascista, nazi, o cualquier otra cosa, también sería el legítimo heredero de la corona.
Prepárate, Felipe. Esto es el comienzo de la lucha del pueblo. Y ya sabes que 'el pueblo unido jamás será vencido'.

Yo digo que ya basta. ¡VIVA LA REPÚBLICA!

martes, 27 de mayo de 2014

El friki de la coleta

Resulta que un joven ha conseguido despertar la ilusión de gran parte de la juventud española que estaba cansada de escuchar a los mismos de siempre. Harta de escuchar escusas, inventos, promesas y datos. Harta de las explicaciones en diferido. Harta del robo. De no poder estudiar. De ver su futuro (o, más bien, no verlo) dentro de un pozo oscuro de negrura infinita. Resulta que PODEMOS. Que hay una solución, una salida, una vía de escape. Resulta que se ha abierto el cielo ante nuestros ojos.
Dicen que es un friki. Un melenudo. Un demagogo y un perroflauta. Por si fuera poco, Pablo Iglesias se compra la ropa en el Alcampo. Resulta que pasa de gastarse el dinero en trajes de más de dos mil euros. Resulta que es un ciudadano normal, cercano, humilde. Y resulta que la gente se ha dado cuenta. Parece que algunos tienen miedo. Se critica desde su forma de hablar hasta su manera de vestir. Se suceden durante estos dos últimos días las burlas hacia su persona.

Resulta que ese joven ha rechazado un salario de ocho mil euros, que cumple consigo mismo, con sus ideas, con su programa, con lo que dice. Resulta que, por primera vez, alguien cumple con los ciudadanos. Con nosotros. Resulta que este joven, y todo su partido, ha despertado, como digo, la ilusión de miles de personas que se han dado cuenta de que pueden tener voz y que, por fin, se sienten representados.
Sólo puedo decir, por el momento, gracias. Por demostrarnos que tenemos opción, que no todo está perdido y que el partido no ha terminado.

Gracias por dejarnos soñar.

sábado, 26 de abril de 2014

La sangre

El desembarco se produjo en mitad de la noche. El primero en bajar del navío fue un hombre de mediana edad, ligeramente entrado en carnes y con la mirada sombría de quien ha experimentado la bravura del océano y el coraje de las batallas. Su equipaje, escaso, lo conformaban una mochila raída cuyo contenido, presumiblemente, sería ropa, un libro de viajes y un gato negro de pelaje áspero.
El hombre, cuyo nombre supe más tarde que era Alberto Acuña, abandonó el puerto sin esperar a sus compañeros de travesía, con el orgullo que corresponde al héroe que ha vivido y vencido a la muerte. En más de una ocasión pude verle en la taberna del puerto susurrando con verbos ebrios ciertas estrofas del Martín Fierro. Siempre estaba solo. Prefería la compañía de su gato, al que acariciaba de un modo intermitente en aquellas largas noches, a la de sus compañeros. Rechazó a algunas mujeres que trataban de llamar su atención. Quizá demasiado livianas, no despertaban su deseo. El gato lo acompañaba pero, habría que ser muy poco perspicaz para no darse cuenta de que el animal, que ya había olvidado la sangre que ensució el cuerpo de su anterior dueño, no lo libraba de la soledad. El animal había perdonado a Acuña por empuñar el cuchillo que había sido la mano asesina de su dueño, al otro lado del mar. Acuña, sin embargo, no olvidaba. Bebía y saciaba su melancolía en breves tragos a su copa, siempre medio vacía, y esperaba la muerte con la serenidad de quien ya ha vivido suficiente. Yo lo observaba desde una esquina de la taberna, me atraían el ronroneo del gato y los versos de aquel poema. Rara vez cruzamos la mirada; Alberto Acuña no levantaba la mirada de su bebida. Así pasaban los días. Venía, bebía, recitaba y acariciaba al gato. Después, se levantaba embriagado para acercarse a la barra y pagar su cuenta. Salía del establecimiento sin mirar a nadie, sin hablar con nadie. Siempre tuve la impresión de que se sabía observado, aunque jamás le vi un gesto de desagrado bajo mi escrutadora mirada.
Desde que presencié el desembarco de aquel hombre, mi sueño se tornó débil y solía despertarme envuelto en una fría capa de sudor. Tenía pesadillas constantes y recurrentes con aquel hombre, aunque ligeras variaciones me hacían consciente de su calidad de irrealidad; imaginaba al hombre ensangrentado, huyendo de una casa sin luz, cojeaba y escupía sangre oscura que dejaba un ligero reguero en los adoquines de la calle. Siempre brillaba la luna nueva en el cielo. El gato era un elemento secundario en aquella escena, pero inherente a ella, pues era el único que reconocía mi presencia en el callejón. Sus ojos ocre me acusaban y reconocían como a un intruso. Cuando el gato, corriendo tras su dueño, se giraba hacia mi, yo sentía pavor bajo su mirada y era justo en ese instante cuando despertaba en la tibieza de mi alcoba. Me obsesioné por aquel hombre cabizbajo y por su gato, traté de averiguar algo sobre su pasado preguntando aquí y allá pero nadie supo darme una respuesta satisfactoria. Sólo me dieron un detalle valioso; su nombre.
Durante los días que trascurrieron, seguí tratando de investigar pero ninguna de mis fuentes me dio ninguna información de valor trascendental que merezca mención para la continuidad de este relato.
Recuerdo que el hombre desapareció durante un tiempo. En vano volví noche tras noche a la taberna, a nuestra taberna, que ya era un nexo entre mi realidad y mi sueño, entre el cruce de miradas con el gato, entre sus suspiros y el Martín Fierro. Mi existencia se convertía, poco a poco y sin que fuera yo consciente, en una mezcla entre la realidad de la taberna y el vino, y los sueños, el pelaje del gato, sus ojos, mi sudor. El tiempo se convertía en algo más que meras estaciones sin su presencia. El otoño transcurrió sin novedades sobre el que yo consideraba, de alguna manera, mi amigo. Para evitar las intermitentes pesadillas que me asaltaban cada noche, sacaba cada vez más libros de la biblioteca, leía con avidez relatos de héroes, de batallas, de rompecabezas y de laberintos que remitían a Acuña de un modo más real del que yo pudiera haber imaginado jamás. Yo sabía, o más bien, ahora sé, que su destino y el mío estaban condenados a converger en algún punto de nuestras miserables vidas. Sí, quizá lo supiera ya entonces y fuera aquel pensamiento, precisamente ese pensamiento, el que motivara mi obsesión nocturna. No sería del todo honesto si no confesara que el hombre, además de una secreta fascinación, me producía un temor nostálgico o un miedo, en todo caso, que no había sentido antes. Como digo, pasé el otoño sin noticias del misterioso viajante, y tomé la definitiva resolución de buscarle en mis sueños. Aquella decisión fue como un presagio; cesó el insomnio de golpe y me refugiaba en las noches como el soldado que llega a casa tras una larga contienda. Me tumbaba en la cama y una suerte de cansancio repentino se llevaba mis párpados y mi mente continuaba, impasible al paso del tiempo, soñando una y otra vez al misterioso hombre y a su gato. Mi miedo remitía con el transcurso de los meses. Poco a poco, olvidé el rostro de Acuña, su mirada, sus susurros. Sin embargo, su aliento, que imaginaba tendría olor a carne seca y a humo y a vino, y que fue lo único que no llegué a conocer, lograba, de alguna manera, recordarlo cada noche.
Cuando su rostro ya se me antojaba una imagen difusa y el bufido de su gato dejó de perseguirme entre fantasías oníricas, regresó. Regresó como una pesadilla entre el atronador bramido del mar en el muelle y el silbido del viento entre las páginas del Martín Fierro que adquirí poco después. Nunca voy al muelle si no tengo allí trabajo o tengo que entrevistarme con algún pariente. El primer día que vi a Acuña, había ido allí para arreglar el envío de cierta mercancía hacia occidente. Fue una, digamos, casualidad del destino, si es que podemos permitirnos el mezclar ambos términos opuestos. La segunda vez, transcurrido el otoño, Alberto Acuña llegó de muy diferente manera; limpio y aseado, charlaba animadamente con un compañero de travesía. Sus pasos eran sonoros y parecían firmes sobre la pasarela del barco. Cuando pisó el muelle y se giró, su rostro lucía una hermosa sonrisa que en absoluto olería a vino ni a miseria. Era un hombre nuevo. Era otro. Pero tenía que ser él. Es más, era él. Ahora no me cabe la menor duda de ello, si bien es cierto que, en aquel momento, tuve reparos en relacionar a aquel recién llegado con el hombre que había protagonizado las pesadillas de aquellos últimos meses. En vano buscó mi mirada al gato de pelaje oscuro y áspero. Supongo que de algún modo su presencia (la del felino) habría tranquilizado mi espíritu, testigo de aquella transformación (que era acaso una blasfemia, una malformación, ante los ojos que le habían creado una historia, los ojos que le habían temido; mis ojos). Digo en vano. El gato no dio ninguna señal de vida.
Aquello me encolerizó. Me desconcertó hasta tal punto que deseé encontrarme cara a cara con Acuña; esperarle tras una esquina en cualquier callejón, asestarle una puñalada mortal, convertirme yo en su pesadilla, en el desconocido, en el otro, en su enemigo, su verdugo. Quise, y ahora me avergüenza reconocerlo, vengar de alguna manera al gato desaparecido. Era el gato mi enemigo y mi aliado. Era él quien desconocía, como yo, el pasado de aquel viajero. El gato sabía que yo los observaba día tras día. El gato me había señalado como su igual. Aquel animal y su mirada desafiante, su bufido soñado, había sido mi único vínculo con él. Si el gato desaparecía, yo volvería a ser nadie.
Acuña o, tal vez, su gato, me devolvieron a mi lugar. La desaparición del gato me desdeñaba y la horrible consciencia de lo que aquello significaba para mí mismo, me avergonzaba y humillaba de tal forma que no espero nadie comprenda. El miedo dio paso rápidamente a la cólera. Mis vecinos y allegados comenzaron a preocuparse, aunque mi perenne apatía relajaba su atención ya que supusieron simplemente que habría perdido el trabajo o que tendría un pleito con alguno de mis amigos. Supongo que mi rostro se ensombreció con el paso de los días. Ellos jamás lo entenderían.
Leía febrilmente el Martín Fierro. Terminaba y volvía a comenzar y cuanto menos me identificaba con Fierro, más lo era. No tenía ganas de escribir ni de acometer la ardua tarea de la venganza textual. Mis manos, mis ojos, mi Martín Fierro y aquel gato (sí, sobre todo y sobre todos, aquel gato), clamaban venganza y sangre. Maquiné y me desvelé con el oscuro deseo de la venganza, de la muerte de aquel hombre; sentí el burbujeante palpitar de mis sienes con cada sueño, que volvía una y otra vez haciéndose a casa segundo más nítido en mi inconsciente.
Decidido a cometer el crimen, bebía y comía en aquella taberna polvorienta donde se desgastaban mis horas de infortunios. Maquinaba susurrando letras del Martín Fierro y dejando crecer el pelo de mi rostro hasta convertirme en la imagen patética de un náufrago a la deriva. No espero que el lector comprenda hasta qué punto estaba yo irremisiblemente perdido en aquel océano rojo. "Pronto", me consolaba en mi ensoñación. "Muy pronto todo habrá terminado". Unos días, o quizá unos meses después (en mi estado podrían haber sido años, tantas noches repitiendo los mismos rituales, mismos pensamientos), al fin, ocurrió. Podía haber abandonado mi obsesión, al fin y al cabo poco tenía yo que ver con aquel extranjero de manos callosas, pero fui preso de la desesperanza cuando comprendí que mi existencia estaba ligada de forma irremediable a la de aquel hombre. Mejor dicho; mi existencia estaba ligada a la no existencia del otro.
Tenía pistola, recuerdo de algún abuelo o un pariente victorioso, pero no la utilicé. Mi fin y, por ende, su fin, tendrían que estar sellados con la afilada hoja de un cuchillo. Nada más podría liberarme de igual manera. Bastaron un par de acometidas en el callejón. Todo había terminado.
Al llegar a mi casa, con el horrible presagio de algo que se avecinaba y me acechaba desde lo alto, traté de lavar la sangre que aún me culpabilizaba. No pude y, exhausto, con el cansancio de mil hombres, me sumí en un sueño pesado y profundo que no sé cuántas horas duró.
Al despertar me levanté cansado. Mi cuerpo vencido tiritaba de algo más que frío. Supe que mi destino había sido morir en aquel lance pero lo había sobrevivido. No comprendía ninguna de las imágenes que danzaban en mi mente. Me acerqué despacio al espejo de la habitación. Renqueando. Las gotas de sangre del otro seguían entorpeciendo mis pasos. Al mirarme en el espejo lancé un grito de terror. Mi cuerpo joven y vigoroso estaba ahora surcado de arrugas. La mirada que me devolvía la imagen era transparente y hueca, como la mirada de un muerto. La sangre, mi sangre, emanaba de una herida abierta en el lado izquierdo de mi pecho. Los dientes, amarillentos y sucios, soltaban un horrible hedor a humo y a taberna.
Lo último que oí antes de desplomarme, fue el largo quejido de un gato. Mi gato.
El otro era yo. Y estaba muerto.
Todo había terminado.

lunes, 21 de abril de 2014

A un escritor

Hacía mucho calor en aquel azul vagón de la línea diez del Metro de Madrid, que informaba de su próxima estación Nuevos Ministerios. No había demasiada gente. O no me fijé. Iba leyendo un libro que no terminaba de absorberme (creo recordar que era El Gran Gatsby), con lo que cada vez que se abrían y cerraban las puertas, miraba con ojos cansados cuántas paradas quedaban para llegar a mi casa.
En la estación, entró un hombre de unos cincuenta años, con una mochila vieja y raída que hacía juego con su delgado cuerpo y sus ojos azul oscuro. Las puertas se cerraron a su espalda y pareció revolverse con cierta inquietud acartonada. Yo cerré el libro con la certeza de que su presencia sería mucho más atrayente que el libro que tenía entre mis manos. Efectivamente, como un presagio, el hombre empezó a hacer algo que nadie esperaba. Comenzó a leer sin parar, a leer a voz en grito, a escupir las palabras que iba leyendo en un libro muy gastado que sacó de su mochila. Gritaba y leía y desafiaba a todos con la mirada. Leía y gritaba y hacía que el vagón se convirtiera en una especie de sala de conciertos o de caverna en la que explotaban las palabras como envenenadas con fuego. Leía y gritaba con rabia, con ansia desesperada. Yo descubrí un temblor en sus manos y un sudor, que imaginé frío, perlaba su frente. Aquel que conoce la pena, podría pensar que era un hombre triste. Quien conoce la tristeza, sabe que era la viva imagen de la desesperanza. El dolor. La agonía de quien ha perdido parte de sí mismo. El hombre seguía leyendo, cada vez con más angustia, con miedo. Algunas personas se levantaron para alejarse de su parte del vagón. Mucha gente se reía y le señalaba. Yo le miraba con una media sonrisa porque sus gritos me producían un placer inexplicable. Su voz, ronca, grave, áspera y seca me hipnotizaba. Yo no era la única. Mientras unos se alejaban, otros se iban acercando, gente de todas las edades, de todas las razas se sentaron cerca del hombre que gritaba. Eso pareció darle ánimos y siguió gritando, y leyendo, y algún que otro sollozo ahogado interrumpía su lectura. Se terminaron las paradas, y terminó el libro. Cuando el hombre terminó de gritar leyendo o de leer gritando, todos callamos. El aire se envileció y la atmósfera se tornó aún más densa con el eco de las últimas palabras. El vagón se convirtió en un sepulcro silencioso y fuimos horriblemente conscientes de lo sucedido. Y allí, en la línea 10 del Metro de Madrid, en la estación de Tres Olivos, se produjo uno de los homenajes más sinceros que han existido.

-Dime, qué comemos.
-El coronel necesitó setenta y cinco años - los setenta y cinco años de su vida, minuto a minuto - para llegar a este instante. Se sintió puro, explícito, invencible, en el momento de responder:
-Mierda.



A Gabriel García Márquez. Descansa en paz, amigo.

martes, 15 de abril de 2014

Carroña

Dicen que los buitres acechan a los más débiles, que los observan agonizar y morir para desgarrar, morder, arañar, el cuerpo de su presa. Dicen que siempre esperan que su presa muera, pero que a los más pequeños, son capaces de darles caza con vida. Dicen, también, de ellos, que son animales despreciables. Hay incluso una acepción en la RAE sobre 'buitre' descrita como una persona 'que se ceba en la desgracia de otro'.

Dicen que en las fronteras están muriendo personas. Hablan de guerras, de poder, de 'víctimas mortales'. Dicen que sus gobernantes no actúan. Hablan del miedo. Comentan que hemos puesto vallas, cercos. Cuchillas. Se describe el horror y se lamenta la pérdida de seres humanos. Se trata de mitigar el sentimiento de culpa comprando Coca-Cola, lencería, ocio, seguridad. Se embotan los cerebros y todos nos vamos a dormir con las manos y la conciencia manchadas de sangre, encorsetados en este sistema y asqueados con nosotros mismos. Pero no asqueados por la sangre. Asqueados porque no tenemos ese vestido, ese juego, o no podemos permitirnos ese viaje. Creyéndonos ese cuento de pseudo-felicidad. Alimentando nuestro ego con fotos, libros, películas y cerveza. Limpiando nuestras corrompidas almas con billetes de cincuenta euros o con papel de fumar. O con textos como este. Da lo mismo. Encendemos la televisión con la misma mecánica con que respiramos. Para escuchar una voz cuando estamos solos. Para estar tranquilos. Dicen que muere gente. Pero demasiado lejos. En África siempre ha muerto gente. Compramos conciencia hablando sin parar, escuchando canciones gritadas, leyendo panfletos. Dicen que somos libres. Y nos lo creemos. Lo cierto es que no somos más que carroña observada por buitres que nos ceban, nos atontan, nos insultan, nos roban. Mirad hacia arriba. 

Ahí están.

domingo, 13 de abril de 2014

La Odisea de Ulises

-Por fin, veo mi casa - Piensa nuestro héroe - Sigue estando lejos, pero la veo. El barco recoge sus velas y mi corazón ruge. Penélope. Ya estoy aquí, mi amor.

Lo que Ulises no sabe, es que Penélope se cansó de esperar. Que nunca tejió porque no sabía tejer. Que nunca lo intentó siquiera y que se fue con el primer Anfino que cruzó el umbral de su puerta para pretenderla, unas horas después de que Ulises partiera a hacer no se qué no se dónde.

-Ya llego, amada mía. Ya estoy en casa. Y vengo para quedarme. Ya estoy. Ya estoy.

Pobre Ulises, dirá el lector. ¡Nada más lejos de la realidad! Penélope le suplicó que no se marchara. Él hizo oídos sordos y se fue. Penélope lloró, rogó y gritó, pero su esposo se fue. Así que ella hizo lo propio. Y Ulises, entrando en la alcoba, extrañado de no ver a su mujer, encuentra un sobre encima de la cama. Demanda de divorcio. Causa: abandono de hogar.



Y Ulises llora en su palacio. Solo. Siempre solo.

jueves, 3 de abril de 2014

La voz cantante

En las últimas semanas, hemos sido testigos de una oleada inusitada de desinformación y mentiras propias de esta España tan nuestra. Hemos visto vídeos y hemos sido defensores de uno u otro bando. También los que hemos callado, hemos sido cómplices. Hemos insultado, opinado. Hemos defendido actuaciones a capa y espada y hemos censurado otras. Se nos ha llenado la boca y el ego de circunstancias y hemos recordado el pasado para evocar el futuro. Hemos sido valientes. Hemos gritado y escupido al enemigo. Hemos recordado nuestros ideales y, por eso, hemos creído que estábamos en lo correcto.
A unos y a otros, se nos ha llenado la boca diciendo la palabra violencia, siempre sin comprender lo que realmente significa.
Hemos consumido noticias, declaraciones, momentos, situaciones, gritos, alarmas, destrozos.
Hemos hecho, en definitiva, lo que se esperaba que hiciéramos. Hemos abierto una zanja más grande entre unos y otros. Nos hemos enemistado y hemos consentido que sean ellos los vencedores. Hemos pasado por alto que para nuestro gobierno, no somos más que instrumentos de una orquesta y que ellos llevan la batuta en este concierto. Hemos dejado que el cielo de esperanza que nos quedaba, desapareciese ante nuestros ojos y que ellos, el verdadero enemigo, se relama de gusto y sonría con sorna mientras vigila cada uno de nuestros movimientos.
Hemos, en fin, actuado como se esperaba. ¿Hasta cuándo vamos a seguir perdiendo?

Yo quiero, por seguir con el símil instrumental, que seamos la voz que se alza más allá de las injusticias, de la ley de tanto tienes, tanto vales, del sonido de sus apretones de manos y del poder absoluto del dinero. Quiero ver que podemos ver la injusticia, que podemos ver quiénes son los verdaderos violentos, los asesinos, los corruptos, los ilegales. Son ellos. Y nuestra voz sólo será realmente escuchada, si gritamos a coro. Juntos.

lunes, 17 de marzo de 2014

El problema

El problema va más allá de los oídos perforados, el rumor de las balas y el hambre que acuchilla su interior. El problema es el llanto de los niños. El problema siempre fue el llorar de millones de niños afectados por la enfermedad, la fatiga y el dolor. La muerte y el sufrimiento de hombres, mujeres y niños es un problema. El terror que dibujan sus ojos también es un problema.
El problema son los civiles.
El problema es Siria.

Bueno, es posible que el problema seamos todos. Que el problema sea darle la espalda al problema. El problema puede que sea endurecer el corazón. No ver en esas personas a nuestros hermanos, a nuestros padres, nuestros hijos. Y no pensar que esas bombas te caen a ti, esa pistola apunta a tu cabeza y es tu voz la que encierran las rejas. El problema es no decir 'guerra'. El problema es avasallar al prójimo sin haber sido avasallado. El problema es deshumanizar al hombre y humanizar la violencia.

El problema es perpetuar el problema. 



martes, 25 de febrero de 2014

A Barcelona

Se oye respirar a la ciudad desde las muchas calles que cruzan sus transeúntes. Se escucha a lo lejos el rumor del inconstante Mediterráneo y se acercan los vendedores de cerveza y cachivaches que pueblan la Rambla de Barcelona. Anochece en la Ciudad Condal y comienza a despertar la juventud que destruye la monotonía del barrio gótico. La música acalla el clamor popular de diversas manifestaciones mientras las puertas de las tiendas echan el cierre y los restaurantes atraen turistas que abarrotan con sonrisas lánguidas las calles del centro.
Respiro la tentación salada de los barrios antiguos y brotan en mi pecho emociones contenidas que surgen de las páginas de tantos y tantos libros consumidos en la infancia. Barcelona. Estrujo recuerdos al mirar las catedrales y lucho por las consabidas fotos de rigor que supondrán el breve recuerdo de la brevísima visita. Observo los adoquines y las vallas publicitarias. Las luces. El viento de Monjuic vuelve a recordarme la Historia de la sagrada ciudad.
Al volver la vista, la desagradable visión de las grúas me produce un fuerte desasosiego. Plagada de obras, mi Barcelona, no encontrarás el tesoro. Nadie puede buscar algo que está intrínseco en él. No te busques a ti misma, Barcelona. 
El humo de mi cigarro suelta volutas aterciopeladas que estallan y se deshacen en carcajadas e insultos dirigidos a nadie. Las fachadas altas, diversas, horribles y hermosas me tientan a explorar sus calles. Tan teñidas de color como supuse.
Barcelona irreal, voy susurrando canciones de Serrat pensando en la perturbada mente de Gaudí. Cansada, busco un lugar donde sentarme. Y Barcelona me acoge. Y me duerme. 
Perfecta, como te imaginaba.

miércoles, 29 de enero de 2014

Sesenta pesetas


Las palabras esperaban dormidas dentro de aquel libro antiguo y polvoriento que esperaba dormido en aquella estantería antigua y polvorienta que estaba dentro de la casa. Las palabras fueron leídas hacía ya mucho tiempo por un hombre que al terminar de leer, se sentó en su sillón y se fumó un cigarro mientras pensaba en ellas. Las había desnudado y besado. Las había comprendido y llorado. Las había suspirado y había desgranado cada verso en susurros. Porque las palabras formaban versos. Los versos, poemas. Y el hombre, que era un poeta, cuidó del libro hasta que la vida los separó.

Pasaron los años y el libro languidecía en aquella estantería apolillada. Las palabras, ya lo sabéis. Las palabras dormían.
Un buen día, un rayo de luz dorada despertó al libro, que despertó a las palabras que avisaron a los versos. Unos ojos cansados leyeron un par de poemas. Al poco, los ojos dejaron de estar cansados, tornándose curiosos y atentos. Poco después, página tras página, se mostraron ávidos. Finalmente, los ojos parpadearon mojados y una sonrisa paseó por el rostro de la niña que había abierto el libro.
La niña no lo supo hasta poco tiempo después, pero ya estaba perdida en el mundo de las palabras. Sin querer, al abrir aquel libro, que era una antología, había despertado palabras que habían despertado versos que habían despertado a un grupo de poetas argentinos; a Echeverría, a José Hernández, a Borges, a Raúl González Tuñón, a Luis Cané, a Cortázar.
Vio que el mundo era infinito a través de las palabras. 
Comprendió un poco más a aquel hombre que las había leído hacía ya mucho tiempo. Guardó el libro de su padre para leerlo cada noche antes de dormir. Las palabras, los versos y los poetas ganaron una amante. 
La niña ganó mucho más.

El libro había costado 60 pesetas.

viernes, 17 de enero de 2014

Caminantes

-¿Sabes cuál es el problema, Ali? Que pensamos con la cabeza y actuamos con el corazón.

Basta de hacer del pasado un presente y del futuro un incierto. De llenar una vida (o un cubo) de errores y sentimientos. De vaciarlo de victorias y triunfos. Cambiar. Hacer el amor con la mirada y bañarse en charcos de agua dulce. Llorar con el corazón y no con vergüenza. Aceptar el fracaso. Recordar sin tristeza. Enamorarse todos los días de uno mismo. Ponerse de vez en cuando el mejor traje de fiesta. Reír a carcajadas. No alejarse del problema, aceptarlo. Buscar soluciones. Luchar y luchar. Construir mundos imperfectos para personas imperfectas. Escurrirse el agua sucia del camino. Limpiar las botas de tierra. Entender que la poesía puede estar en cualquier parte. Buscar nuestro YO. Valorarse sin excesos. Justificar sólo actos que puedan justificarse y ahondar en nuestros propios defectos. No huir de ellos. Aceptarlos. Aceptarnos. Aprender a caminar de nuevo, y volver a caerse. Levantarse. Una vez. Y otra. Y otra. No apegarse al dolor. Apreciar la soledad y no estancarse en la rutina. Volar y soñar todos los días. Dibujar sonrisas ajenas y propias. Respetarse. A uno mismo y a los demás.

Escribir. Tonterías o filosofías de vida, pero escribir. Leer. Vivir sin miedo.

Porque, al final, todo pasa y todo llega.

GRACIAS.







jueves, 16 de enero de 2014

El poeta

Mario tiene siempre la misma rutina. Desde por la mañana, llora. Moja sus lágrimas en el café y en las tostadas. El agua de la ducha se confunde con el agua que sale de sus ojos. Los labios de Mario están cansados de derretirse en agua salada pero sus ojos son los que mandan. Y Mario llora y llora. Cuando sale a la calle para Mario siempre está lloviendo porque sus ojos son lluvia. Sus ojos son embalses de tristeza que reciclan historias ya vividas. Sus lágrimas son calidoscopios de recuerdos en blanco y negro. La cabeza de Mario es un torbellino de imágenes empañadas en llanto. Y Mario llora y llora. Llora el desamor, el desayuno y los sueños. Llora las ganas de vivir y de morir. Llora los momentos que pasaron. Llora todas las historias que aún no llegaron y llora la rutina de su llanto. Llora no poder dejar de llorar. Su cara está surcada de riachuelos que amenazan con ampollar sus mejillas. Y Mario llora y llora.

Mario es escritor. Y, cuando escribe, llora los puntos y las comas. Llora las tildes y las mayúsculas y la tinta se corre por el papel mojado. Derrama su pena por los paréntesis y las oraciones compuestas y escupe trocitos de su alma con interrogaciones.

Dicen que las palabras más bellas surgen de los peores momentos, que es el sufrimiento quien ve nacer a los mejores poetas. Que las letras se deslizan como lágrimas entrecortadas y que los ojos se mojan para limpiar el corazón.

Mario es poeta. Y, su lirismo, empañado en versos obscenamente mojados, hace que el tiempo se detenga. Y el mundo llora mientras ve cómo Mario desaparece en sombras.

miércoles, 15 de enero de 2014

Nostalgia, Álvaro

Me acuerdo del momento cuando yo empecé a soñar,
Recuerdo ese momento, cuando soñaba con cantar.
Me acuerdo del momento en libertad,
Y recuerdo toda mi vida
Añorando ese bienestar...

Ahora, pasa el tiempo y veo
Mi infancia llena de sufrimiento
Por eso, te digo; pon atención.

Todo lo que recuerdo de los viejos tiempos...

Y ahora voy al parque
Y nada ha cambiado
Todo sigue ahí; tú sigues ahí.

Y me quedan recuerdos (¡siempre recuerdos!)
De esa noche sin fin
Disfrutando hasta irme a dormir.

Vivo la vida;
Mira cómo cambia mi ciudad, 
Mira cómo crece al caminar.

Recuerdo a mis seres queridos (que no me ven)
Cómo habrán luchado
Para llegar a crecer

¡Qué desgracia han pasado!
¡Qué enfermedad habrán pasado!
Lo mejor es que estén sanos,
Que todo marche bien.

Que tengan un feliz caminar,
Y todo este tiempo
(apartado de la vanidad)

Siguen esas fotos de ayer
Recuerdos de la infancia
Disfrutando mi niñez.

Pasando buenos tiempos
¿Cómo lo olvidaré?

Vivo la vida;
Mira cómo cambia mi ciudad
Mira cómo crezco al caminar...

sábado, 4 de enero de 2014

Mi habitación o Viaje en el tiempo

Dos caballos. Uno, el más rápido, negro como el tizón. El otro, a la zaga, blanco como la nieve. Corren por un río, sobre el que flota una gran rosa morada. Tras ellos, un bosque espeso. Un poco más arriba, sonriente y redonda, brilla la luna. Un par de frases anotadas en un papel y varias fotografías observan esta carrera. Frente a ellos, París. El río Sena mira aburrido al río que surcan los caballos. Lejos, se alza la torre Eiffel. Aquí brilla el sol.
Ajeno a la carrera, de espaldas, un gato observa el Coliseo de Roma. Vacío, sereno y grandioso. A su lado, Estopa me canta una bossanova desde el mes de Mayo. Mis amigos, de reojo, les critican. Dos gatos pardos duermen entre ellos.
Mi madre me sonríe con veinte años y mi padre me sostiene en brazos. Mi hermana juega a mi lado.
Kiko Veneno pasa de todo.
De frente, Berlín. La liberación. La caída del muro y cientos de personas que gritan, hacen fotos y saludan.
A su lado, Galicia me muestra lo salvaje que puedo llegar a ser. Y, algo más alejada, la chulería madrileña me recuerda de dónde soy.
Palestina llora en un rincón.
Borges me mira de reojo. Lo sé, viejo, debería prestarte más atención. Noto a Miguel Hernández celoso; hace mucho que no le hago caso. Pero sabe que le adoro. Los poetas chilenos se sacuden el polvo del camino y Ricardo Piglia trata de secarse por el paseo que acabo de darle bajo la lluvia.
Detrás de mi, un fragmento de cierta obra me recuerda que los sueños, sueños son, mientras se refleja en la cola de una ballena del océano antártico.
En otro lado, Violadores del Verso me saluda desde el 2006 mientras un oso irlandés sonríe mirando la plaza más famosa de Marruecos.
Las máscaras venecianas, ajenas a todo, disfrutan del paisaje.

Yo misma me observo escribiendo.

Y los caballos continúan, como siempre han hecho y siempre harán, disputándose la meta.