lunes, 15 de septiembre de 2014

El frío

Estoy cansado de tener frío.
El frío lleva atenazando mis manos desde el día que llegue a este mundo, envuelto en una viscosa masa sanguinolenta. Lloré para llenar mis pulmones de angustia. Tenía miedo. Me envolvieron en una fría toalla las manos gélidas de una enfermera y me abrazaron los brazos de mi madre. Sus cálidas manos me reconfortaron durante un momento demasiado breve y la fría capa de mi cuerpo las enfriaron en cuestión de segundos.
Mas tarde, cuando ya aprendí a sostenerme en un suelo que parecía hielo, descubrí pequeñas cosas que me reconfortaban. El fuego, la lumbre, los abrazos de mi madre. Solo esas cosas me ayudan a descascarillar la escarcha invisible que amenaza con congelarme pero que, al mismo tiempo, me protege.
El médico dice que son figuraciones mías. Claro. Él es incapaz de comprender mi inevitable miedo a morir de frío en pleno Julio. Me hicieron pruebas con resultados invariablemente negativos y decidieron mandarme al psicólogo. Yo prefiero llamarle loquero. Y es posible que esté loco porque, ¿cómo se explica que el vaho que sale de mis labios sólo lo vea yo? ¿Cómo puede ser que mi cuerpo no deje de temblar y sólo yo me de cuenta?
Tengo miedo a que la sangre de mis venas se congele dentro de mi cuerpo, le dije al loquero. Tengo miedo de morir cuando me cambio de ropa. Sufro ataques de ansiedad cada vez que pienso que mi anciana madre pueda morir porque perdería una de las fuentes que logran que yo siga con vida. Me estremezco (aun más) de solo imaginarme un día sin agua caliente. Él no lo entiende. Finge entenderme, pero no lo hace. Me somete a pruebas día tras día. Baja la temperatura de la estufa que le obligo a mantener encendida durante las sesiones. Yo me doy cuenta. Aunque haya sido un solo grado, me doy cuenta. Y aunque él trate de disimularlo, está fascinado, y comienza a creerme. Un día tocó mis manos.
¿Puedo tocar tus manos? Me preguntó. Ahí supe que había empezado a creerme. Y le acerqué mis gélidas extremidades, no a sus propias manos, sino a su rostro. Vi su mueca. Le noté temblar un momento. No volví a las sesiones. Me estaban estafando. Además, en los ojos de mi doctor pude observar, más que frío, miedo.
Porque tenemos miedo de lo que no sabemos explicar. Y mucho más un médico. En este caso, un loquero.
Yo no puedo saber lo que me pasa o por qué me pasa esto y, no, antes de que el aventurado lector cometa el error de pensarlo, no soy un vampiro ni nada por el estilo. Y si lo fuera, no sería tan estúpido de contarlo. Ni de narrar la vida de un ídem. Así que de vampiro no tengo nada, excepto que no me gusta el olor a ajo, pero éste está muy lejos de matarme.
Va a matarme el frío.
Y no sé explicar el por qué. Mi madre dice que tengo soledad. Está chocha, claro. Eso es una gilipollez, yo no me siento solo, de hecho, me siento excesivamente acompañado. Acompañado, muy frecuentemente, por gente que trata de demostrar su erudición haciendo experimentos conmigo. Yo les sigo el rollo porque, en cierto modo, me divierten. Así, he llegado a hacer cosas como acostarme con varios de mis amigos en experiencias homosexuales que podría relatar con escrupuloso detalle. No voy a hacerlo, por supuesto, sobre todo porque de relatos eróticos está el mundo lleno y lo que yo hice no se sale demasiado de los lindes de una película pornográfica. También he tenido encuentros sexuales con varias mujeres. En este caso, si me ahorro los detalles no es por lo escabroso que pueda parecerme a mí mismo lo que hice con ellas, sino porque no tengo el más mínimo interés en que los miembros del jurado, ustedes, en su gran mayoría heterosexuales, se masturben leyendo estas páginas. En cualquier caso fueron experiencias altamente satisfactorias pero que no rebajaron en ningún caso mi ardiente frío (aunque sí mi deseo).

Esta es la breve historia de un alma breve. Y, sin más preámbulos, argumentaré mi defensa. Fría y breve. Como yo.

Hoy, veintisiete años después del día de mi nacimiento (el día más importante de la Historia de Mi Humanidad), sé que voy a morir. Enterré a mi madre hace dos meses. La pobrecita estaba blanca, pálida y, por primera vez desde que me abrazó aquella vez en que lloré al mundo, toqué sus manos y tuve que separarme de ella con una mueca de disgusto. Estaba fría. Sus labios finos recubiertos por una capa de escarcha que los tornó morados. Sus ojos, muy abiertos, aún miraban con espanto el rostro de su verdugo. Su temor, su miedo, la había paralizado en esa oscura agonía que todos, incluidos ustedes, miembros del jurado, tan altos y soberbios, van a vivir en algún momento. Miraba, como digo, a su verdugo con espanto. Y su verdugo, su hijo, yo, vil hombre salido de las profundidades de algún infierno helado, cerró sus ojos condenatorios. Callé sus ojos y, ese sutil gesto, disfrazó de dolor mi miedo, mi culpa. Mi madre murió en un intento desesperado de darme vida, darme su aliento. Trató de llevarse consigo mi escarcha y mi frío. Y yo la maté. Y ella, que a pesar de todo, de su miedo, de su amor, de esa infatigable abnegación de la que se jactan las madres, me culpó de su muerte, y me aterraba.
Desde entonces, estimados miembros del jurado, una parte de mí clamó venganza hacia esa mujer que había perdido la vida para, creía yo, culpable de tantos males, mortificar mi existencia y acentuar mi gelidez.
Yo no portaba un cuchillo, señores, no llevaba nada en las manos. Sólo el frío. Y mi madre, pobrecita, mi madre se sacrificó para salvarme. Ella me lo dijo. Mis manos de hielo se cerraron en su cuello, y ella, mi madre, pobrecita, dejó de respirar para salvarme a mí, pobre engendro, de las garras de mi propia inconsistencia.
Y, si ustedes, en su sonora omnipotencia y en su salvaguarda de humanos sin taras, sin miedo, sin frío, lo consideran oportuno, entonces he de ser condenado, pero, ¿quién es el hombre para juzgar lo que no puede comprender? Si mi madre siguiera viva, triste, pobrecita mía, yo estaría muerto, y quizá sea eso lo mejor, siendo yo una criatura extraña, engendro del mal y salido del abismo. Quizá yo debí morir o dejarme morir cuando ella me suplicó que acabara con su sufrimiento. Quizá no soy más que un animal patético que se aferra a una vida condenada al desastre porque siempre será un asesino. O quizá hoy se juzgará mi muerte, y con ella, a mi madre, bendito ángel, por mi homicidio. Quizá todos ustedes no comprendan que el frío nubla y congela todo pensamiento. Y mi pensamiento se congeló en la red de mis manos sobre la garganta de quien me trajo al mundo. Y sus lágrimas devastaron y rompieron ese frío que me mataba.
Soy un asesino. Pero ¿soy culpable acaso de salvar a mi madre? Ella hubiera acabado con mi vida, la vida de su hijo, su único hijo, su primogénito monstruo, de no haberlo hecho yo antes. Ella así lo quiso. Y yo también. Juzguen mi error y condenen al cálido fuego eterno a este alma congelada y marchita porque, sino, yo mismo clavaré las garras en sus huesos y en sus músculos y atravesaré sus asquerosas vísceras porque, como monstruo, engendro vampírico terrorífico, como El Mal, sonreiré y me llenará de calor el grito y el aliento que saldrá, espantado, de sus purulentas gargantas.

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