jueves, 16 de enero de 2014

El poeta

Mario tiene siempre la misma rutina. Desde por la mañana, llora. Moja sus lágrimas en el café y en las tostadas. El agua de la ducha se confunde con el agua que sale de sus ojos. Los labios de Mario están cansados de derretirse en agua salada pero sus ojos son los que mandan. Y Mario llora y llora. Cuando sale a la calle para Mario siempre está lloviendo porque sus ojos son lluvia. Sus ojos son embalses de tristeza que reciclan historias ya vividas. Sus lágrimas son calidoscopios de recuerdos en blanco y negro. La cabeza de Mario es un torbellino de imágenes empañadas en llanto. Y Mario llora y llora. Llora el desamor, el desayuno y los sueños. Llora las ganas de vivir y de morir. Llora los momentos que pasaron. Llora todas las historias que aún no llegaron y llora la rutina de su llanto. Llora no poder dejar de llorar. Su cara está surcada de riachuelos que amenazan con ampollar sus mejillas. Y Mario llora y llora.

Mario es escritor. Y, cuando escribe, llora los puntos y las comas. Llora las tildes y las mayúsculas y la tinta se corre por el papel mojado. Derrama su pena por los paréntesis y las oraciones compuestas y escupe trocitos de su alma con interrogaciones.

Dicen que las palabras más bellas surgen de los peores momentos, que es el sufrimiento quien ve nacer a los mejores poetas. Que las letras se deslizan como lágrimas entrecortadas y que los ojos se mojan para limpiar el corazón.

Mario es poeta. Y, su lirismo, empañado en versos obscenamente mojados, hace que el tiempo se detenga. Y el mundo llora mientras ve cómo Mario desaparece en sombras.

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