lunes, 8 de septiembre de 2014

Al otro lado

La plaza del Cascorro está llena de gente. Árabes, africanos, asiáticos, europeos. Gracias a esto, escucho una amalgama de idiomas a gritos que, en contra de lo que pudiera parecer, no me desagrada en absoluto. Llego a la plaza un poco perdida, sintiéndome muy pequeña. Una madrileña más paseando por las luces de La Latina. Encuentro a un grupo de conocidos, con los que comparto unas breves palabras y muchas risas. Aquí todo el mundo está borracho. Como siempre, supongo que por esta manía de contar historias, observo a las personas que me rodean.
Como digo, hay mucha gente. Pero lo mejor de todo sucede cuando unos chicos se ponen a jugar un partido de fútbol con una botella vacía como pelota. Gritan, aplauden, ríen...
Sonrío mirando la escena, que me recuerda mis años en el colegio. De pronto, algo llama la atención de todos y los rostros que me rodean se ponen serios. La gente ya no grita. Ahora sólo escucho español en la plaza.
La causa de este repentino cambio, como no podía ser de otra manera, es una luz azul que se acerca a gran velocidad calle arriba. La policía de Madrid haciendo de las suyas. La plaza se va vaciando poco a poco, cada vez más rápido. Ya no queda casi gente. Yo también me voy lo más rápidamente que puedo.
Siguen llegando coches y en breves minutos la plaza queda completamente vacía. Mis amigos y yo comenzamos a subir la calle en dirección a Tirso. De pronto, me doy cuenta de que me he dejado el bolso en la plaza. Bajo la calle a todo correr sin ninguna esperanza de encontrarlo. Cuando llego, me sorprende ver que aún quedan algunos coches azules. Entro en la plaza bajo la mirada de desprecio de las fuerzas del orden. Me acerco al banco y, ahí está mi bolso. Lo recojo sin poder apenas creer que siga ahí y, cuando voy a irme, algo me roza los pies. Un perrito. Me agacho y lo acaricio mientras él me lo agradece con besos mojados.
Cuando, por fin, me incorporo para irme, el perro se aleja unos metros y se acurruca junto a un bulto negro que está tirado bajo uno de los bancos de la plaza. Me acerco. Es un chico de unos treinta años, que va mal afeitado y que está tratando de dormir. Le saludo y me responde con una sonrisa. Hablo un rato con él, no mucho porque le noto muy cansado y no quiero ser un estorbo. Giro la cabeza y me encuentro con que la policía sigue mirándonos, obviamente, estamos solos en la plaza.
No sé qué hacer por él, así que resuelvo darle el paquete de tabaco que llevo en el bolso (sólo quedan dos cigarros con lo que me siento absurdamente miserable), me levanto, me despido dándole la mano, acaricio brevemente a su perro y me voy. Cuando salgo de la plaza, lo único que pienso es en que las luces de los coches molestan el sueño de mis nuevos amigos. Ya que no vais a ayudarles, al menos dejadles dormir. Bastardos.

¿Quienes son los salvajes? ¿Los chavales que jugaban al fútbol? ¿Mis amigos y yo? ¿El chico y su perro?
No. El salvajismo y la indecencia volvieron a venir de la mano del Excelentísimo Ayuntamiento de Madrid. Queridas Fuerzas de Seguridad, perdonad que os lo diga pero, francamente, estáis en el lado equivocado.

El chico se llama Jorge. Su perro, Chulo. Ambos son madrileños "de toda la vida". Jorge lleva paseando sus 32 años por las calles de Madrid los últimos cinco meses. Escribe poesía y cuentos infantiles. Hace tiempo que no habla con sus padres porque no quiere entristecerles. Pero, claro, ¿a quién le importa eso?

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