viernes, 27 de diciembre de 2013

Cuento de Navidad

Llego tarde al trabajo. En la calle hace muchísimo frío. Un manto de escarcha cubre el techo de los coches. Está chispeando. Acelero el paso. Todo el mudo a mi alrededor camina deprisa. Las malas caras de Madrid se aglutinan en el centro a primeras horas de la mañana. El viento me silba en los oídos. Miro la hora en el móvil y trato de caminar más rápido. Entonces, oigo un golpe detrás de mí. Me doy la vuelta y veo en el suelo a un anciano. Se ha caído. Su bastón rueda por la acera mientras él trata de levantarse. No me lo pienso. Echo a correr hacia él para ayudarle. La calle está atestada de gente, pero nadie parece haberse dado cuenta. Mientras trato de levantarle del suelo, el anciano me da las gracias en silencio. Nadie me ayuda. Hombres y mujeres pasan a nuestro lado sin apenas mirarnos. Sigo ayudando al anciano a levantarse y pienso en pedir ayuda. Cuando voy a hacerlo, un chico joven se acerca a nosotros y, por fin, logramos levantar al pobre hombre del suelo. Mientras el chico le sujeta, corro hacia el bastón que, claro, nadie nos ha traído. Se lo doy a su dueño y el hombre nos da las gracias temblando. Le acompañamos unos metros y, cuando vemos que está totalmente repuesto, el chico desconocido y yo nos despedimos de él y continuamos nuestro camino.

Antes de irme, me giro y veo al anciano alejarse calle abajo. Miro también a la gente. Nadie ha sido capaz de ayudarle. No lo entiendo. Todos siguen caminando deprisa con cara de amargados. Ya no vuelvo a mirar el reloj.

A lo lejos, iluminando la calle, una luz fluorescente de neón, reza la hipocresía que rodea esta ciudad.

Feliz Navidad.

Yo no creo en la navidad. Me ponen enferma los villancicos y me repugna el consumismo que se genera en estas fechas en nombre de una religión el la que no creo. O que creo que no debería ser así. ¿Qué se puede esperar ya de la gente? ¿Qué podemos pedirle al mundo si lo más importante para algunos es que les caiga el ipad, la play o dinero? El mundo es un estercolero. Nadie ayuda a nadie si no le reporta un beneficio. Nadie se preocupa por nadie. Nadie tiende su mano por otro. Ahora, eso sí, todos nos reunimos a cenar para celebrar el nacimiento de la primera persona que dio su vida por la humanidad mientras, a nuestro lado, vemos a gente que nos necesita. Pero basta con mirar para otro lado. Y así va el mundo... y así seguirá.

lunes, 2 de diciembre de 2013

Los ángeles no existen

No sé por qué motivo muchas veces pensamos que no puede pasarnos nada malo. Que siempre les pasa 'a otros' y que nosotros tenemos una especie de ángel de la guarda que nos protege de todo mal.

No es así.

La vida es injusta y, además, una mierda. Porque llega algo contra lo que no se puede luchar. Y se queda. Y tratas de impedirlo, aunque ya no puedes. Y viene la impotencia que te dice que TÚ DEBERÍAS HACER ALGO. Pero no puedes. Aunque piensas que debe haber alguna esperanza que nos diga que no, que estamos en un error, que esto no puede estar pasando porque a las buenas personas no les pasan estas cosas. No debería ser así. Pero lo es. Y el golpe es tan intenso que quieres parar el tiempo, gritar, llorar, convertirte en un niño y dejar pasar la tormenta y que te digan que ya está, que ha sido solo una puta pesadilla y que nada de lo que estás viviendo es cierto. Simplemente porque NO PUEDE SER CIERTO. Pero no eres un niño, estás despierto. Y las cosas son como son, y la vida es injusta, y se ha presentado algo que es más fuerte que el amor y que el dinero y que la ciencia. Y no sabes qué hacer. 

Y pierdes, de forma fulminante, lo que más quieres. Y no puedes hacer nada. Y te quedas llorando. Perplejo. Triste. Y nunca vuelves a vivir del todo.

Y sientes que te han robado. Y odias, No sabes a qué ni a quién pero odias. Y pasas la vida acumulando rencor que no va dirigido a ningún lugar.

Y lloras. Y, sobre todo, recuerdas.

lunes, 25 de noviembre de 2013

La Venganza de Caperucita


Hace tres meses (día arriba, día abajo), salí a dar un paseo por los alrededores de mi casa. No tenía intención de alejarme demasiado porque estaba esperando una visita. Así que decidí dar un pequeño rodeo a la manzana. Era un día más bien frío y no había nadie por las calles. Serían las siete o las ocho de la tarde. Recuerdo que había en el barrio un silencio sepulcral.

Cuando el frío comenzaba a atenazar mis manos, pues al final el paseo había sido más bien largo, decidí volverme a casa, preocupado por si la esperada visita ya andaba por allí. Apresuré el paso decidido a llegar en un lapso breve de tiempo hasta mi casa. Al doblar una de las esquinas de un viejo edificio medio derruido, me topé con una figura fantasmagórica y terriblemente hermosa. La joven iba totalmente vestida de un blanco perlado y sus enormes ojos me miraban asustados. Estaba tiritando y recuerdo que me pregunté si sería de frío o de miedo, pues mi vestimenta siempre ha sido algo descuidada. El pelo de la chica estaba revuelto y sus mejillas teñidas de un carmesí que le otorgaban una candidez admirable. Le dije, con muy educadas formas, que sentía haberla asustado. Que lamentaba el error. Por dentro me enorgullecí de haberla asustado sin querer porque eso ya me situaba en un plano más elevado con respecto a ella. Ella seguía mirándome con los ojos muy abiertos, noté que el temor desaparecía poco a poco de su rostro y me alegré.

Ojalá hubiese sabido entonces que, quien debía estar asustado, era únicamente yo.

La muchacha se tranquilizó y me dijo que se había perdido, que estaba tratando de encontrar la casa de su abuela, pero no conocía la zona. Yo, diligente, con muchas ganas de continuar hablando con ella y de acompañar a una criatura que me resultaba tan encantadora y tan frágil, le dije que le ayudaría a encontrarla. Ella me mostró una sonrisa tan blanca como su vestido con la que olvidé por completo la visita que, seguro, me esperaba en la puerta de casa consultando impaciente el reloj.

Dimos muchas vueltas por la zona. Yo tenía el secreto y oscuro deseo de que Beatriz (como me había dicho que se llamaba), no diese con la dirección. Estaba oscureciendo y pensaba ofrecerle como salvación mi confortable casa. La boca se me llenaba de saliva de sólo pensar en pasar una noche al lado de semejante belleza.
Para mi enorme desazón, poco después encontramos la calle y, algo más alejada, la casa de su abuela.
Ella me ofreció entrar y decliné la oferta aunque, una vez volvió a insistir haciendo uso de su bella sonrisa y su mirada, accedí.

Caí en la trampa una vez más.

La casa era un enorme caserón de dos plantas, todas las luces estaban apagadas, con lo que no pude apreciar la decoración del lugar. Perdí a Beatriz, que caminaba (o eso creía yo) a mi lado, durante un instantes. Alguien me tocó el hombro y vi sus ojos brillando en la negrura muy cerca de los míos. Entre la oscuridad reinante en, lo que supuse, sería el comedor, yo sólo la veía a ella, que se acercaba cada vez un poco más. Y más. Y más.

No sé cuánto tiempo pasé acariciando su cuerpo y bebiéndome su boca. Sus gemidos se prolongaban por todas las estancias y fui feliz, verdaderamente feliz, como nunca en mi vida, cuando la tuve rodeada con mis brazos esa noche. Perdí totalmente la cabeza durante el tiempo que duró la unión de nuestros cuerpos. El mío, cálido, sudoroso, moreno. El suyo. Blanco. Virginal. Frío. La oscuridad no me dejaba ver más que sus ojos. Pero yo la hacía en mi mente más bella de lo que ya era.

Después, llegó el cansancio.

Ella se levantó despacio y se enfundó su vestido blanco. Ya no lo vi tan blanco. Estaba sucio y arrugado. Sus ojos ya no eran tan grandes y, a su sonrisa, que ya no era hermosa sino sólo terrible, le faltaban muchos dientes.

"Voy a la casa de mi abuela". Recordé que Beatriz me había dicho horas antes. Entonces me asusté. ¿Beatriz había entrado conmigo a la casa? Ya no podía asegurarlo. Y encima estaba esa maldita oscuridad. Yo seguía tumbado en el sofá y Beatriz, o su abuela, o quien demonios fuera, me miraba divertida desde el umbral de la puerta. Alcancé con mis manos el interruptor de una de las lámparas de la mesa y lo accioné. Lo que vi me dejó tan espantado que se me paralizó el cuerpo y se me agarrotaron los músculos de tal manera que fui incapaz de levantarme.

Beatriz llevaba, además de su vestido blanco, una caperuza roja atada al cuello. Le otorgaba un aspecto algo infantil y desaliñado, y le confería, además, un aire mucho más terrible. Me miró, esta vez sin atisbo de coquetería o fragilidad, y me señaló un objeto que había a sus pies. Un hacha. Se agachó despacio y la agarró con una sola mano. No pude moverme porque otra mujer, la del vestido no tan blanco (sin duda su abuela) había aprovechado mi estupor para, con increíble rapidez, esposarme las dos manos y atarme los pies.

Beatriz se acercaba lentamente a mí. Se enfundó la caperuza y entonces la reconocí. Recordé una noche de hacía algunos años. Un callejón. Yo. Ella. Su mirada asustada y su cuerpo tembloroso. Mis enormes garras acariciando su cuerpo. Sus gritos. Esa misma caperuza, arrancada, tirada en el suelo.

Siguió acercándose a mi despacio. Saboreando su venganza. Habían pasado años y ya era toda una mujer. Se puso frente a mí y levantó el hacha.

La niña venció al lobo. 

domingo, 24 de noviembre de 2013

Escribir es gratis

Creo que es cuestión más que evidente que el escritor escribe para ser leído. No creo que haya nadie que no lo piense. Cada cual, esto es, cada escritor, lo logra ayudado por diferentes medios. En mi caso, ya dije que Internet es el método más eficaz para la difusión de textos, en gran parte porque las personas para quienes yo escribo, hacen uso de esta herramienta con más o menos frecuencia.

Escribir es una forma de desapego de determinados sentimientos, al menos en mi caso. Yo escribo historias que surgen en mi cabeza, y al escribirlas, me imagino cómo las leerán tales o cuales personas. Es decir, en cierto modo, al poner un relato o un sentimiento que me surge en determinado momento, y trasladarlo a otra persona, en otro momento, con otra mentalidad, desaparece un poco de mí.

Escribir es una necesidad que, en mi caso, surge del instante en que una idea se adueña de mí y, poco a poco, va cobrando cuerpo, y fuerza, y ganas. Entonces siento la necesidad de que otras personas compartan este sentimiento. Es un poco el derramar vivencias e historias que, a fuerza de ser difundidas, dejan de ser sólo mías. 

No creo que un escritor sea más o menos bueno en función del número de personas que lean y alaben sus textos. No considero que un poeta callejero, pobre, que se gana unos minutos de alguien, sea menos escritor que aquel que puede editar, hablar en los medios o servir como referente. Sí es cierto que éste será, con frecuencia, elogiado o vapuleado por parte de la crítica académica, y el otro no. Crítica académica. Uf. Para aburrirse mortalmente basta con decir estas palabras. Dejemos a los académicos tranquilos, que es domingo.

Y yo me pregunto, ¿qué más le da a un escritor, que escribe por el simple placer de escribir, de derramarse, ser leído por miles o por una persona? 

Pero es cierto que, a cualquiera, le cuesta no promocionarse. A mí también. Y qué más da decirlo. Porque no hay nada mejor para alguien que escribe que levantarse con una buena crítica, con una opinión, saber que has hecho sonreír a alguien o que se haya emocionado. No, no hay nada mejor. Y me sigo preguntando que si has emocionado a una sola persona, por qué quieres emocionar a un millón, si no hay nada como levantarse y darse cuenta de que UNA SOLA PERSONA ha sentido un cosquilleo leyendo algo tuyo, que por unos momentos ha olvidado un poco su realidad y se ha metido en la tuya. Que alguien, sin saberlo, porque tú has decidido que así sea, ha violado un poco tu intimidad y la ha convertido en SU intimidad. Porque de repente, llega un día en que lo has hecho bien. No para todos, pero lo has hecho bien para alguien. Y, por supuesto, lo has hecho bien para ti.

Y duermes tranquilo, porque te has quitado un poco ese peso. Porque ahora lo compartes. Da igual que sea con una, con dos, o con cien mil personas.

Por todo esto, por lo que para mí significa que leáis, por el valor que yo le doy a cada letra que resbala por mi teclado, quiero daros las gracias. A todos. A los que me leéis y, por qué no, a los que pasáis de leer. Porque la realidad es menos terrible cuando no estás solo, porque es un gustazo ver que hay una, dos, o cien mil personas, qué más da eso, que comparten una carga que tú no podías llevar solo. 

Porque escribir es una de las cosas que más me gusta hacer en esta vida. Y es gratis, que nunca está de más.


viernes, 22 de noviembre de 2013

Infierno

Entro en un bar cualquiera, en una calle cualquiera, de una ciudad cualquiera.

El ambiente me oprime según cruzo el umbral de la puerta. Hay demasiado humo. Y demasiado ruido. La gente habla a gritos mientras consume grandes cantidades de tabaco negro. Siento una profunda arcada.

No sé qué coño estoy haciendo aquí. Me acerco a la barra y miro la lista de bebidas. Todas tienen nombres extraños. Le pido a la camarera una cerveza y mientras me la sirve me fijo en que va vestida de una manera... peculiar. Dos coletas, purpurina en los ojos, una falda de lunares, un corsé que apenas deja lugar a la imaginación... Me doy cuenta de que todos los que están en la barra, exceptuándome a mí, son hombres. Dejo que sigan babeando con la camarera y me dirijo hacia una de las mesas donde me esperan mis amigos. No paran de hablar. Y de fumar.

A mí no me apetece intervenir en la conversación (hablan de un tal Toni, al que no conozco) y reparo en la decoración del bar.

Todo es rojo. La luz roja, cojines rojos, mesas, sillas, cuadros, vasos... todo es rojo. Me empiezo a agobiar. Mis amigos no se dan cuenta de nada y siguen de palique. Le doy un trago a la cerveza. Ya me encuentro mejor, pero no del todo. Me levanto para ir al baño, necesito estar sola. Una de mis amigas se empeña en venir conmigo y, de camino al baño, me aburre con su conversación. Yo solo pienso en que los lavabos no sean rojos.

Error. Son rojos. Qué pesadilla. Necesito salir de este puto antro. Siento que estoy en el infierno. Al fin, mi amiga se da cuenta y pregunta que si estoy bien. Le respondo moviendo la cabeza afirmativamente. No puedo hablar. Otra náusea pugna por salir de mi boca y ya no puedo retenerla. Qué asco, dice mi amiga. Gracias.
Ahora sí me encuentro mejor. Me mojo las manos y la nuca. Miro mi imagen reflejada en el espejo.
Tengo los labios pintados de rojo y el humo ha conseguido que mis ojos vayan a tono con el local.

Cuando salimos del baño, nos cruzamos con un chico que me hace un gesto asqueroso con la boca. Le correspondo con cara de desprecio pero, el muy gilipollas, sonríe.

Pasamos de él y seguimos caminando. Un poco más allá vemos a dos chicas dándoselo todo y un corrillo de tíos que se dan codazos y se ríen mirándolas. Durante un rato no puedo dejar de mirar la escena, que me parece a todas luces repugnante. En el corro hay dos amigos míos.

Mi amiga me empuja para que siga avanzando.

Un chico está tirado en el suelo vomitando un líquido negro. Trata de levantarse pero no lo consigue. Se me queda mirando, sin duda quiere que le ayude. Extiendo el brazo, ofreciéndoselo. Mi amiga me mira como si estuviese loca y le digo que se vaya con éstos, que ahora la alcanzo. El chico agarra mi mano con tanta fuerza que me hace daño. Consigue levantarse con dificultad y se apoya en mi hombro mientras me da las gracias.

Huele fatal. Como a sudor, a chicle, a vodka, a tabaco... me vuelven a entrar ganas de vomitar, pero esta vez logro contenerme.

El chico borracho se acerca a mi oído. Empiezo a pensar que ha sido una mala idea ayudarle y que más me valía haberle dejado tirado en el suelo. Me suelta una verborrea sin sentido y yo le doy la razón en todo. Al fin, logro sentarlo precariamente en una silla y trato de irme, pero su mano sigue aferrando la mía con fuerza.

Va a ser una noche muy larga.

Joder.



miércoles, 20 de noviembre de 2013

Microrrelato, La Luna.

Hace muchos millones de años, cuando aún se hablaba de Democracia y Justicia, cuando la Libertad era lo más valioso que tenía el hombre y todo el mundo podía soñar con un futuro, desapareció la Luna.
Lo curioso fue que nadie pareció darse cuenta. Alguien se encargó de borrar todos los rastros que podían inducir a recordarla (poesías, canciones, cuentos...) y el Gobierno, presuroso, pobló las calles de farolas y focos que no hacían pensar en la Oscuridad de la Noche. La gente se acostumbró a caminar mirando al suelo. 

Y la Humanidad siguió avanzando.

martes, 19 de noviembre de 2013

Los dos hijos.

El niño murió a las diez. Todos los presentes lloraron de impotencia y rabia. Todos besaron su frente y acariciaron sus mejillas. Todos desearon que existiera un Dios que lo acunara en su regazo. Todos pensaron en sus respectivos hijos. No soportarían perderles. Todos miraron al padre, que lloraba en un rincón, y abrazaron a la madre que permanecía muda, con las manos apretadas, rezando por el alma de su hijo.

La hermana del niño no salió de su habitación. 

En la casa se escuchaba un silencio atronador. Echaron de menos el llanto del pequeño, sus correteos, su risa. Sólo había tristeza y dolor.
El padre se convenció a sí mismo de que debía ser el fuerte, el que ayudase a las dos mujeres.
La madre deseó haber muerto ella en lugar de su pequeño.
De la hermana no se supo nada. No salió de su habitación.

Pasaron los días y el padre salió a trabajar, volvió a besar a su mujer al despedirse y empezó a vivir pensando que ya no estaba su hijo. El dolor por la pérdida lo desgarraba por dentro, pero quería demasiado a su mujer como para derrumbarse.
La madre dejó de rezar con el paso del tiempo, trató de mantener su mente distraída con el trabajo y, en cierto modo, lo consiguió.

Pasaron los años. Uno, dos, tres. Los padres del niño volvieron a sonreír y dejaron de ir cada día al cementerio. Cuatro, cinco, seis. La madre dejó de oír el llanto de su niño en sueños. Siete, ocho, nueve. El padre se felicitó a sí mismo por sacar adelante a su familia.

Diez. La hermana del niño no salió de su habitación.



Nadie veló el cuerpo de la hermana del niño. Nadie lloró por ella. Nadie rezó. Nadie, nunca, la recordó.


El niño era judío. Su hermana, camboyana. Y siria. Y bosnia. Y egipcia. Y palestina...

domingo, 17 de noviembre de 2013

Tu ausencia

Vuelve. ¿No te das cuenta? Desde que te fuiste Madrid es más fría y más angustiosa. El cielo siempre es gris. Incluso cuando sale el sol, el cielo es gris. Te llevaste el trino de los pájaros y la suavidad del rocío. Te fuiste con los amaneceres. Dejaste los parques sin flores y sin las alegres risas de los niños.

Los poetas dejaron de cantar a la libertad y al amor.

Me has dejado sin el olor de los libros antiguos. Ahora ya no hay canciones. La lluvia sólo es lluvia y los atardeceres sólo la caída del sol. Los pájaros del parque vienen a menudo a preguntarme por ti. Los bambús se secaron hace tiempo y el banco donde leías lo han quitado. Total, nadie lo usaba ya.

También te llevaste los arco iris. Se fueron contigo los paseos, las cálidas noches de verano y la luz de la luna. Ya no hay historias de piratas, ni noches con versos, ni revoluciones, ni victorias. No hay vencedores. Sólo hay vencidos.

Se fueron contigo Máximo Décimo Meridio, Íñigo Montoya y Guido.

Se acabaron los juegos.

No quiero nada de esas cosas, no me interesan. Sólo deseo con todo mi corazón que vuelvas. Sé que, de tu mano, vendrán la primavera y la poesía. Yo no necesito nada más. Sólo que vuelvas.

Vuelve. No tienes que traer nada. Pero, por favor, vuelve.

No quiero pasar más tiempo a solas con tu ausencia.



"No perdono a la muerte enamorada". Te quiero.

viernes, 15 de noviembre de 2013

La poesía y el sexo

No me había fijado demasiado en él. No era guapo y, cuando subió al escenario quedó claro que era demasiado gordo, demasiado bajo y tenía el pelo demasiado largo. Sonreí con condescendencia, mirándole.
Estábamos sentados bajo el escenario, escuchando un recital de poesía. Algunos eran muy buenos, otros, peores. Los había bárbaros.
Este chico subió las escaleras despacio, mirando al suelo sin verlo. Estaba pensando. No llevaba libreta ni ningún otro papel con su poema apuntado. Qué extraño.

¿He dicho ya que no era guapo? Rectifico. Era extremadamente feo. Era escultóricamente feo. Era feo feo, que siempre es más que feo. Era muy feo. Dibujar su rostro debía suponer una tarea de titanes porque no había ni rastro de simetría en su cara. Era, probablemente, el chico más feo que he visto.
Él subía al escenario mientras yo pensaba estas cosas, su imponente barriga ondulaba con los pliegles del rojo jersey y su pelo, grasiento como el de los escritores, caía en breves cascadas por su espalda. Me dio un escalofrío.

Cuando llegó al punto de lectura, el joven se detuvo. Le llamo joven, pero, debo decir que su mirada, venía del pasado. De los siglos. Supuse que debía tener entre veinte y dos mil años.
Comenzó a recitar. Un chorro de voz grave retumbó en la sala con estruendo. Un torrente de palabras me dejó con los ojos y los oídos muy abiertos. Los pelos de mis brazos se pusieron de punta y a mis ojos, quisieron venir a bailar las lágrimas.

Me fijé más en él. Me fijé en su poesía, en su voz, en sus manos. Reparé un poco en su acento. Quise ver sus ojos y, si no eran azules, eran de un marrón muy claro. Sentí que el mundo se detenía sólo un momento cuando él puso sus ojos en mí mientras seguía recitando. Hablaba de cosas pequeñas, de cosas, "de poca importancia", que diría León Felipe. Hacía grandes cosas como el metro, los charcos, las calles, las huellas.

Un estruendo me sacó de mi ensimismamiento, se me había roto la copa de vino. Había resbalado de mi mano y caído al suelo. El chico no dejó de recitar. Me miraba. Sé que, por dentro, sonreía. A mi cuerpo llegaron unas ganas inmensas de corresponderle con otra sonrisa. Pero no pude. No podía casi moverme, era como si el ruido del vidrio, su mirada y su sonrisa, hubiesen parado el reloj y los cuerpos. Terminó un poema diciendo "eres mía" y sentí que, efectivamente, era suya.

Creo que fue el acto de amor más íntimo que he compartido con nadie en mi vida.

No le volví a ver. Era guapísimo.

jueves, 14 de noviembre de 2013

Todos eran hombres

Me gustaría escribir algo que valiera verdaderamente la pena. Que cambiase, no la vida, sino sólo unos instantes de alguna persona. Me gustaría escribir algo como "que por doler me duele hasta el aliento", del gran Miguel Hernández (pocas frases son tan brutales y certeras cuando se describe la pérdida). Escribir algo parecido a Óscar Wilde. Parecerme a Shakespeare o a Valle-Inclán (aunque éstos no se parezcan en nada entre ellos). Escribir teatro, poesía o prosa acercándome a alguien. Poder lograr que la gente (los lectores) vibren con alguna historia.
Quiero lograr, querido lector, llenar tus ojos de lágrimas y que rías a carcajadas. Quiero fabricar un personaje como Don Quijote y llevarte de su mano a derribar gigantes. Me encantaría describirte mi niñez como lo haría Machado y hablar de amor como sólo puede hacerlo Neruda.
Quiero romper con tus esquemas, como Ramón Gómez de la Serna y, a la vez, ser tan pura y tan enrevesada como Góngora.
Quiero ser todo, como fue Lope de Vega. Un símbolo, como García Lorca y un genio, como Saramago. Quiero crear un lugar como el que creó Gabriel García Márquez, un género, como Unamuno y un asesino despiadado como el descrito por Patrick Süskind.
Me muero de ganas de volver a encadenar a Prometeo como hizo Esquilo en Grecia y que Penélope se quede esperando a un Ulises que no vale la pena al estilo de Buero Vallejo. Escribir un libro difícil de entender, a la altura de Cortázar y, a la vez, asustar a los niños como los hermanos Grimm.
Quiero también que mi protagonista vuele a lomos de Fújur, el dragón blanco, emulando a Michael Ende.
Quiero que no puedas dormir por las noches con mis relatos, que te agobien como hacen los de Poe.
Quiero que claves en mi pupila tu pupila azul, así como la clavaron en los ojos de Gustavo Adolfo Béquer y, como él, gritarle al mundo que "podrá no haber poetas, pero siempre, habrá poesía".

Sé que me he dejado a muchísimos, no me matéis.

Y... me doy cuenta de que todos eran hombres.

lunes, 11 de noviembre de 2013

Nadie

No puedo dormir.
Todas las noches lo mismo, llegamos exhaustos y uno a uno vamos cayendo pesadamente en las literas. La mayoría llega con heridas en manos y pies. Todos, sin excepción, tiritamos. Me castañetean los dientes.
A los demás, creo, no suele costarles demasiado conciliar el sueño; el agotamiento es bestial. A mí sí. Los lamentos y gritos de dolor y miedo me llenan de angustia. El quejido de algún niño me llega como en estéreo y mis propias lágrimas no me dejan sumirme en el mundo de los sueños. Soñar. Ese reducto de libertad, de espacio propio y de individualismo que he descubierto en una realidad sufrida y estancada en muerte, cansancio, pesar y peste.
Tampoco me deja dormir el traqueteo incesante de 'la frase'. Esa frase, cínica, horrorosa, esculpida en la puerta por la que tenemos que pasar cada día. Sentiría furia si no fuera porque ya no puedo sentir nada.
"El trabajo libera". Taladrando mis esperanzas. Nada libera aquí dentro. Nada, salvo la muerte.

Mis tripas no dejan de quejarse, temo despertar a la chica que duerme a mi lado. Tengo mucha hambre. Todos los días nos despiertan entre aullidos y golpes. A mí aún no me han pegado. Ni siquiera me miran.
Aún así, tengo tanto miedo... todos aquí lo tenemos. Cualquiera puede ser objeto de sus burlas y de sus horas de aburrimiento.

La horca está en mitad del patio, frente a la comandancia. Cuando estiran la soga, sonríen ante nuestras miradas llenas de pavor. Nos hacen quitarnos el sombrero y desfilar delante del cuerpo sin vida de uno más. En el patio sólo se oyen risas y pasos. Risas. Pisadas. Risas. Plaf, plaf.
Yo soy... un número. 122. No tengo nombre. Los nazis me lo quitaron cuando me trajeron aquí. También soy un triángulo. De color amarillo. Soy un rostro más. Soy Nadie. Todos aquí somos Nadie. Rostros grises, sin sonrisa.
Los nazis me arrebataron a mi familia. No sé dónde están. No sé si lograron escapar. Ni siquiera sé si están vivos o muertos.
Me hubiese gustado verles una vez más.
Sé que voy a morir. Deseo morir. Ellos lo saben. Yo traté de terminar con esto, intenté ser yo quien decidiera sobre mi vida, sobre mi muerte. Tenía miedo, pero más miedo da seguir viviendo. Corrí hacia la zona que han dado en llamar "neutral". Corrí desoyendo sus gritos. Corrí acercándome al muro. Pensaba en mi madre. En mi padre. En mis hermanos. Corrí hacia el muro. Esperaba algún disparo, ya que estaba incumpliendo las normas. Esperé el tiro mortal. Pero no llegó. Seguí corriendo  hacia la verja electrificada. Sólo quería morir. Salir de aquí. Busqué mi libertad soñando la muerte.
Imagino que adivinaron mis intenciones. Yo sólo quería morir. Más tarde supe que se había dado la orden de no disparar y cortar la corriente eléctrica.

No tengo identidad. Me han robado la sonrisa y los sueños. Me hicieron saber que mi vida no era mía y sustrajeron de mi alma toda esperanza de escapar en brazos de la muerte.
Moriré sólo cuando ellos así lo deseen. O cuando mi pobre cuerpo no pueda más. Tengo miedo porque a los niños los arrojan vivos a las fosas... no sé cómo será mi muerte. He visto a tantas personas perder la vida...

Nunca más seré July, la de la calle 76. La de las coletas. La que jugaba a la peonza y salía a pasear con su perro.
Sólo soy Nadie, 12 años.
Propiedad de las SS.


martes, 5 de noviembre de 2013

El chico de los periódicos

Me he fijado en un chico que coge el autobús todos los días a la misma hora que yo. Al principio no reparé mucho en él pero, a fuerza de verle todos los días, me he dado cuenta de que lleva gafas y siempre va de negro. También puedo estar casi segura de que estudia algo relacionado con la arquitectura o el dibujo, porque siempre lleva una carpeta enorme bajo el brazo. Tiene la mirada constantemente perdida y casi siempre se sienta en la parte de delante del autobús. Sé que se llama Pablo porque una vez otro chico (debía ser un compañero de clase) le saludó y el chico del autobús le contestó con una leve inclinación de cabeza.Y, al fijarme cada día más en él, he descubierto algo.

Los que vais a la Autónoma por las mañanas, y vayáis en autobús, a lo mejor os habéis dado cuenta de que, normalmente, hay dos o tres periódicos distribuidos por los asientos. Normalmente son El País y El Mundo. Yo suelo evitarlos porque no me apetece ir a clase ya con el disgusto de saber lo que pasa en el mundo (ni en el país); suelo afrontarlo a mediodía ya con dos o tres cafés y algo más de ánimo. Pues bien, Pablo siempre coge uno y si puede, los coge todos, pero no le suele dar tiempo. Su mecánica es subirse al autobús, sacar la cartera, picar, y buscar con la mirada uno de los periódicos para lanzarse a por él, lo coge y se sienta. Y nunca lo lee sino que lo dobla, abre con cuidado su carpeta mientras sostiene graciosamente la cartera con la boca, y lo mete dentro con cuidado. Luego se quita la cartera de la boca y se la guarda en un bolsillo del pantalón. El resto del trayecto (unos quince minutos), lo hace prácticamente sin mover un músculo. Hay días que me quedo boba mirándole imaginando que es una figura de cera.

Llevaba días tratando de averiguar qué hace con los periódicos porque estaba totalmente convencida de que no los leía.

Ahora ya lo sé.

Resulta que estamos en Noviembre y, para el que no se haya dado cuenta, hace muchísimo frío en la calle. Pablo lo sabe. Yo no. No lo sé porque duermo todas las noches en mi cama, al ladito del radiador, con una mantita y oyendo cómo el viento golpea la persiana contra el cristal. Una vez. Y otra. Y otra. En la calle hace un frío horroroso. Como Pablo lo sabe, recoge todos los días todos los periódicos que puede. No necesita leerlos porque sabe de qué va la vida. No le interesa leerlo porque le importa una mierda cuántos políticos hayan robado, que el rey vaya por su séptima operación o que el Atleti esté haciendo una gran temporada. Tampoco le interesan las manifestaciones ni las huelgas. A Pablo lo que le interesa es que no haya gente que se congele por las noches. Y al que le parezca "una gilipollez", que se pregunte si él hace algo, o si se levanta todos los días pensando en las familias que viven en el asfalto y en poder llevarles diez periódicos, o una manta o un café caliente.
Creo que no hace falta decir nada más.

Bueno, una cosa:

El otro día se le cayó un lápiz mientras sacaba la cartera para picar y yo, que estuve rápida, me agaché y lo recogí para dárselo. Entonces, mientras me daba las gracias, me fijé en que tiene una sonrisa preciosa. 

lunes, 4 de noviembre de 2013

Volar

Hola de nuevo (Qué pesada soy).
Me apetece contar algo porque me ha dicho mi psicólogo (sí, he puesto PSICÓLOGO, con P, porque yo lo valgo, querido profesor, y PORQUE ME DA LA GANA) que es bueno escribir sobre los traumas, o las cosas que nos dan miedo (vale, me habéis pillado, no me lo ha dicho mi Psicólogo, de hecho, no tengo. Es otra excusa para contaros mi vida).
Bueno, empiezo; Me apetece contaros algo porque... Porque me apetece, no sé, hay gente que se chuta heroína o que le da por pintarse el pelo de colores porque les apetece (y que conste que no tengo nada en contra de la gente que se pincha heroína, ahora la gente que se tiñe...uf qué manía les tengo a esos :D), pues a mí me da por escribir. Y ahora tengo ganas.
Lo que quería contar es que mi hermana me ha regalado un viaje a Berlín. Un pedazo de viaje. Un señor viaje. Un viaje de esos que dices joder, te lo has currao. Hasta ahí todo bien, ¿no? Pues no. Llevo ya una semana acojonada con el puto viajecito.
Me da mucho miedo volar en avión. Me pongo muy nerviosa, como a sudar y a pensar cosas como Dios-mío-vamos-a-morir-todos o No-voy-a-poder-salir-de-aquí-nunca. Es una sensación asquerosa. Me encantaría que fueseis capaces de entenderlo porque lo que me suele decir la gente es aquello de "¿Miedo? ¿por qué? Si el avión es el medio de transporte más seguro que existe". Y UNA POLLA. A mi no me la dais. Luego también está el típico que te dice que "Volar mola". Si. Volar mola. Y que te hagan un tacto rectal también.
En fin, que me da mucho miedo. Que sé que es irracional y de niña pequeña. Bueno, ni eso; a los niños pequeños les flipa volar (aaay, inconscientes), pero no puedo evitarlo. Me supera. Así que bueno... Sólo quería (sí, he puesto SÓLO con tilde, me niego a suprimirla por mucho que os empeñéis en joder el lenguaje, queridos académicos. Perdón, Reales Académicos) contaros esto porque no puedo dejar de pensarlo y ya no sé qué hacer con este puto nudo en el estómago que tengo desde hace seis días.

Intentaré no marcarme un Melendi mañana en el avión, de verdad. Pero no prometo nada.

domingo, 3 de noviembre de 2013

Domingo, Madrid, Resaca y Música

Frío. Viento. Resacas. Un cielo horriblemente gris. Domingo a mediodía. Madrid.

Es el momento de un zumito, la calefacción, Vivaldi, y un cuento. Ahí va.

De esta historia, nada va a ser cierto, excepto las partes que son escrupulosamente ciertas. No os creáis nada de lo que vais a leer, salvo las partes que son verídicas. Sería demasiado fácil avisaros de qué es realidad y qué producto de mi imaginación. Sería, además, poneros límites. Dejemoslo en que es una historia ficticia; salvando el detalle de que es absolutamente real.

Uf. Vivaldi me recuerda demasiado a los castillos de Versalles. Y no quiero ponerme a escribir un cuento de princesas ni ambientar la historia en un suntuoso palacio (aunque os prometo que algún día lo haré). Mejor un poquito de... De Jazz. Tabaco, locales llenos de humo, sonrisas, hombres elegantes, poca luz. 

Mucho mejor.

Pero el Jazz no me recuerda a Madrid. Más bien se me ocurren locales de callejón en Nueva York. No sé por qué; no he estado nunca en Nueva York ni he ido a ninguno de esos locales. Ni siquiera estoy segura de que existan, aunque me da que en esa ciudad existe todo lo que uno pueda imaginar. Definitivamente, no. Yo quiero hablar de mi Madrid.

No se me ocurre qué música elegir para hablar de Madrid. Qué raro. Sabina me parece demasiado obvio. Paso. Sigue sonando el Jazz. Voy a quitarlo.

Bueno, ahora mismo está sonando un anuncio. No se qué de un coche. Toyota, creo. Buf. Se me van quitando las ganas de escribir. Y suena el puto teléfono. Que qué hago, que si voy a salir. Amigos oportunos. Así es imposible escribir nada que valga la pena leer. Pero bueno. Puto anuncio. No acaba nunca. Por fin. Estopa, como siempre. Qué queréis, a mi me inspira. 

Mi madre me ha despertado esta mañana mirándome con cara de pocos amigos. No tengo ni idea de lo que hice ayer ni de cómo llegué a casa. Mi pelo huele a tabaco que echa pa´atrás. Qué asco. No tengo ganas de levantarme, pero mis ojos, llenos de legañas negras (no me quité el maquillaje al llegar anoche), mis dientes y mi pelo, están pidiendo a gritos una ducha. Me levanto con toda la agilidad que me permiten mis doloridos músculos y trato de recordar qué hice anoche. Nada. Bueno, estuve de copas con unas amigas. Lo típico. Nos acabamos bebiendo medio bar y luego... Luego nada. Una laguna inmensa, negra, con ráfagas de humo en mi mente, me impide recordar qué hice después.
Me asusto cuando veo mi rostro en el espejo. Joder. Qué demacre. Ojeras que me llegan hasta los pies, el rímel corrido, la mirada totalmente perdida y los labios secos. 

Cuando salgo de la ducha, la cosa parece que ha mejorado un poco. Pero las ojeras y la mirada perdida siguen ahí. Vaya mierda. Si por lo menos me acordase de algo más... Me visto despacio, hablando conmigo misma; Ali, que no te vuelvan a pasar estas cosas. Ali, joder, ¿qué coño hiciste ayer?. Alicia, eres una gilipollas, una inconsciente y, además, tonta, coge el teléfono y llama a alguien para que te cuente qué pasó ayer. Cojo el teléfono y me quedo mirando al infinito por la ventana.
De repente, me están entrando ganas de llorar. No entiendo por qué. Debe ser algo del subconsciente porque no sé decir qué me pasa. Dios, no puedo parar. Algo malo pasó ayer. Estoy poniéndome muy nerviosa. Pero, ¿qué coño pasó? Sigo teniendo el teléfono en la mano, pero ahora no sé si quiero llamar. No sé por qué, creo que es mejor la angustia que la certeza.

Mira, voy a dejar Estopa y voy a arreglarme. Me voy de cañas, que me han llamado. Lo siento, os debo un cuento en condiciones o, al menos, un final.

A ver si me entero de qué pasó ayer y os lo puedo contar. (O no, que hay niños delante).


 

sábado, 2 de noviembre de 2013

Odio

Llegaste a mi vida sin yo quererlo. Y no me gustó.  Me molestabas. Me molestaba cómo me mirabas y me sonreías. Me molestaba cada paso que dabas. No me gustaba verte. Es más, te odiaba. Cada día salía con la esperanza de no encontrarme contigo, pero ahí estabas. Invariablemente, esperando a que yo llegara. Tú nunca te diste cuenta. Me mandabas mensajes que yo borraba sin leer. Me llamabas y odiaba cómo sonaba mi nombre en tus labios.
Me incomodabas siempre sin darte cuenta. Yo te respondía con silencios o con sonrisas cansadas. Me daba igual lo que me dijeras. Te odiaba. Te odiaba más a cada segundo. No podía verte. Te detestaba; No quería enamorarme de ti.
Entonces todo sucedió muy rápido.
Te enamoraste de mí. Y algo cambió. Me di cuenta de que cuando no estabas te echaba de menos. Me empezó a gustar tu sonrisa y el sabor de tus labios. Tu mirada me hacía sentir temblores y mi cuerpo se agitaba cuando me rozaban tus manos. Me enfadé conmigo misma por eso. Y entonces me odié. Me odié con toda mi alma por haberte permitido entrar a empujones en mi corazón.
Te quiero. Y me odio. Y te odio más que nunca porque sé que ahora no puedo, no podré, vivir sin ti.
Odio tu mirada si tus ojos no me miran. Odio tu boca cuando no me besa. Pero lo que más odio de todo tu ser son tus manos cuando no me tocan.

Y odio mi cabeza dando vueltas...

miércoles, 30 de octubre de 2013

De cero

A veces me gustaría detener el tiempo. Ya sé que todos lo hemos pensado alguna vez, que hay momentos que deberían prolongarse eternamente. Momentos en los que creemos que vamos a estallar de felicidad, o que estamos muy muy a gusto, o que nos sentimos orgullosos o contentos por algo y es ahí donde nos gustaría parar el reloj. Que esa sensación en nuestros corazones, que esa sonrisa en nuestro rostro, o en el rostro de alguien a quien queremos, no se borrase nunca. Hay veces en que nos reímos tanto que parece que nos vamos a ahogar y hay veces que nos da por llorar de alegría o emoción.
Ojalá todos nuestros días tuvieran al menos unos segundos de esta sensación, de esta chispa de felicidad que nos regala la vida en ocasiones. Pero, si nos damos cuenta, son esas contadas ocasiones las que hacen que vivirlas merezca la pena; el hecho de que sean pocas, que sean contadas y que no se repitan cada día.

Siempre se dice; "disfruta de cada día como si fuera el último". Yo digo que disfrutes de cada día como si fuera el primero. Que olvides. Que dejes atrás todo lo que te hace daño. Que sepas perdonar y aprendas a emocionarte con cada sonrisa. Que regreses día a día, al menos un ratito, a ser un niño. Que te rías, que bailes, cantes, llores, beses, abraces y ames como si nunca lo hubieras hecho. Que sepas que eres especial, que todo el mundo lo es. Que no vivas pensando que vas a sufrir o que lo bueno nunca dura. Vive pensando que tus sueños pueden hacerse realidad. No pongas los pies en la tierra por mucho que te lo digan. Sueña.
Escapa de la realidad de vez en cuando. Lee. Escribe. Saca a pasear tu sonrisa y tu buen humor. Sé que hay días jodidos. Que esto puede valer solo en teoría. Pero me gustaría que todos fuésemos capaces de empezar de cero cada día. Quizá así pudiésemos construir un mundo mejor. O quizá no pero, ¿acaso no vale la pena intentarlo?

domingo, 6 de octubre de 2013

Ya no te quiero


-¿Qué? Pero... ¿Va enserio?
-Sí, tía. Estamos todos alucinando.
-O sea, que se casa... Pero si él no era de casarse. Lo de firmar un papel para demostrar que está enamorado no es su estilo. Bueno, eso decía...
-Ya. Si es que yo no sé qué cojones le ha pasado. Es ridículo. ¡Se va a casar para divorciarse en un mes! Y no podemos hacer nada desde aquí, porque se casan allí, en Caracas.
-Bueno, igual le sale bien. A. no es tonto.
-No, no era tonto. Ahora es un capullo integral. Lleva meses sin hablar con ningún colega, sin una triste llamada y el otro día ¡pum¡ nos suelta la bomba. Yo de verdad que no comprendo a este tío.
-Pues espero que no se equivoque...
-¡Se está equivocando! Y lo sabes. Tía... ¿Por qué no hablas con él? A nosotros no nos hace caso.
-¿Yo? Qué va.
-Ya, lo entiendo, pero es que no sabemos qué hacer para que dé marcha atrás...
-Bueno, mira, yo que sé. Hace tiempo que me dejó de importar lo que hiciera o dejase de hacer con su vida.
-Ya...
-Me voy. Un beso, cuídate.
-¿Saludos de tu parte a A.?
-Me da lo mismo.

Por primera vez en mi vida soy sincera con estas palabras. Me da exactamente igual. Ya no te quiero. Doy media vuelta mientras le digo adiós con la mano a tu amigo. Me alejo sonriendo. Ya no te quiero.



(Para una persona muy especial que prometió quererse, amarse y respetarse a sí misma todos los días de su vida).

miércoles, 2 de octubre de 2013

Tres poemas

Cerezo


"Con el tinto al viento,
encuentro la palabra
que me sabe a hielo, a diente, a hueso, a perro...
A tu vientre.

Podrido idioma, tatuaje hiriente.
En la hora de amarte,
te olvidé
(como el cerezo olvida que fue rama).

Nunca te supe saber.
Nunca supe quién eras,
y cuando tuve que olvidarte...
Te amé".


A mi madre;


"Mayo...
Harta de vinagres,
mentiras, alambres.
Sedienta de sangre.

Miradas, chorradas,
azúcar
Y un grito
(de ayuda).

Mi madre;
Sincera, sencilla, de vuelta.
Mi madre;
Su nombre de ángel.

Suspiros...
Y otra vez.
Dolor, gritos, ausencias, noches.
(O noches ausentes).

Y yo.
Y tú.
De un tiempo a esta parte.
Sin trampas.
Mi madre".


Voy a escribir;


"Voy a escribir,
de dentro, afuera;
De mis labios
A tu boca.

Voy a escribir,
De tu mirada.
No.

Voy a escribir
Despacio,
Pensando.

Voy a escribir,
(y ésta vez sin lágrimas).
Espero no aburrir,


Quiero escribir
De ti.
De mis labios
A tu boca.

De mi mente
A tu piel.
De tu sonrisa.
No.

Voy a escribir.
Lejana,
Simple,
Sincera,
Asquerosa.


Voy a escribir
De mis labios
A tu boca".

martes, 1 de octubre de 2013

En sueños

Voy a contaros el sueño que he tenido esta noche. Como pasa con todos los sueños, cuando me he despertado, no me acordaba de cada detalle, pero voy a tratar de ajustarme a lo que recuerdo.
Ha sido una pesadilla horrible. Según me he despertado, me he puesto a apuntar todo porque no soporto olvidarme de los sueños.

Bueno, lo cuento;

Estoy en un lugar cualquiera de una calle cualquiera un día cualquiera. Hace sol. Las casas de esta calle cualquiera son casitas bajas, con su jardín y su garaje. No estoy sola. Estoy con unos amigos. Concretamente Munir, Lorite y Laura.

De manera inexplicable, ya no estamos en la calle, sino dentro de una de las casas. En el garaje. Está todo destartalado, con cables por medio y mucha basura acumulada. Como suele suceder en los sueños, estás en determinado lugar por algo, pero no sé qué hacíamos allí.
Aparece un hombre, sin duda el dueño de la casa. No puedo dar muchos datos de él, salvo que es alto, moreno, medio calvo y delgado. De su cara no recuerdo nada. Tal vez una sonrisa mellada.
Lo que sí recuerdo con nitidez es su manera de hablarnos. Se dirige a nosotros como si fuéramos niños pequeños, (como cuando hablas con un niño de seis o siete años que, aunque trates de evitarlo, te sale un tono de voz aniñada). Nos pide un favor. Bueno, no. No es un favor. Parece más como si nos estuviera poniendo a prueba. Habla como un profesor poniendo deberes a sus alumnos.

Nos dice a quién tenemos que matar. Su nombre, su descripción física y su dirección. Es curioso cómo nada te sorprende cuando estás soñando. Es un profesor hablando con cuatro de sus alumnos. Tenemos que hacerle caso. Hay que hacerlo.
Ninguno de nosotros cuatro protesta. No hay nada que protestar.
No recuerdo nada del hombre al que vamos a matar. Solo sé que, para ir a su casa, tenemos que coger una especie de tranvía. Nos preparamos. Vigilamos sus movimientos. Un día va Lorite. Otro Munir. Otro Laura. Yo no puedo decir si fui o no, la verdad, pero me imagino que sí. Vamos a matar a un hombre. Nada puede fallar.
Contado todo parece mucho más simple que en el sueño pero me acuerdo de algunos detalles (como que el tranvía es de color verde, que Lorite lleva una camiseta blanca y que Munir está constantemente mirando el reloj).

Al final, lo hacemos. Sé que entramos en la casa del hombre que va a morir y sé que su casa es, de pronto, el mismo garaje. Pero en el sueño nadie parece darse cuenta de este detalle. Yo tampoco. Me doy cuenta ahora. No sé, quizá se deba a una falta de imaginación mía el utilizar el mismo decorado para lugares distintos. Sé que lo matamos. No me preguntéis cómo porque no tengo ni idea, igual que no sé quién de los cuatro es la mano ejecutora. Qué más da. Está muerto. Es un poco desagradable decirlo, pero lo descuartizamos. Eso sólo lo sé. Quiero decir que en mi sueño no aparecía en ningún momento el hombre muerto ni nosotros ensañándonos con su cuerpo. Puede que mi cerebro esté codificado. O sólo que no me acuerdo. Ni idea.
Borramos los restos de sangre y enterramos al hombre en el jardín. Puede parecer algo demasiado obvio. Pero en el sueño no. En el sueño acabábamos de cometer un crimen total y absolutamente perfecto.
No sé por qué motivo, volvemos a entrar en la casa. Bueno, en la casa que, en realidad es el garaje, pero en este caso, la casa es la casa. Hay una televisión en la que no habíamos reparado antes. La televisión se enciende y una voz de hombre, que parece surgida de los más profundo de una caverna, brama;

-Mirad lo que habéis hecho. Mirad quienes sois.

Mientras dice esto, se suceden imágenes nuestras matando al hombre a sangre fría. Esto tampoco lo vi. Sólo recuerdo decir Dios mío, cuánta sangre.

Salimos de la casa a toda prisa. Lorite no para de reír. Los demás estamos en shock, pero no tenemos miedo. Todo esto sucede bien entrada la noche. Al día siguiente, volvemos a la casa del garaje, a decirle al "profesor" que ya lo hemos hecho. Estamos contentos. Pero ocurre algo extraño; en contraste con el resto del sueño, no estamos solos. Los alrededores de la casa están abarrotados. Gente (en su mayoría chicas y chicos de nuestra edad) entrando y saliendo de la casa. Me fijo en el detalle de que todos van dentro de la casa y no al garaje.

A medida que nos vamos acercando a la puerta, nos empieza a entrar un miedo atroz. Se nos ha olvidado algo, seguro. Hay algo que hemos hecho mal. O que no hemos hecho.
Claro, dice Munir, falta el poema. ¿Poema? Pero en el sueño todo tiene sentido; un hombre te pide que mates a otro, lo haces, entierras su cadáver, una televisión te amenaza, así que, ¿por qué no? Es cierto, falta escribir un poema.

Estamos tan nerviosos que no somos capaces de juntar dos palabras. Al final, como haríamos en un examen, copiamos. Esto es alucinante pero cogemos una canción de Silvio Rodríguez y la copiamos en un papel (me fliparía acordarme de la canción, pero soy incapaz). Sabemos que "el profesor" se va a dar cuenta. Estamos temblando. Finalmente, Munir y Lorite entran en el garaje. Ahí está el hombre, con su cordialidad, su voz aterciopelada y su media sonrisa. Laura y yo nos miramos. Echamos a correr en dirección contraria. En las notas que tengo apuntadas pone textualmente "tratamos de escapar, pero la conciencia no nos deja". Así que damos la vuelta y entramos al garaje. Está mucho más limpio. Lo primero que veo es a Munir tumbado boca arriba en el suelo. No lo dudo ni un segundo; está muerto. A su lado, hay una televisión encendida. De nuevo nosotros matando al hombre. Y, de nuevo, yo no lo veo. Un poco más alejado está "el profesor" junto a una mesa de madera. Sobre la mesa hay tres jeringuillas con un líquido transparente.
Laura da un paso adelante, mira la pantalla y se va corriendo al lado del profesor, que le espera con una de las agujas en la mano. Mi amiga se la arrebata y, en un segundo, se la clava en el brazo. Muere en el acto. Lorite hace lo mismo, lo que pasa es que él se da el pinchazo directamente sobre el corazón.
Me toca a mi. Estoy aterrada. No voy a ser capaz. Miro al hombre, que me sonríe. Es una sonrisa que me hace estremecer de miedo. Tengo que hacerlo, lo han hecho todos. Miro la aguja que queda sobre la mesa. Si no me la clavo no sé qué va a hacerme. Siento un terror insoportable. La cabeza me da vueltas.

Me he despertado acojonada.

Tengo que dejar de leer a Poe.

lunes, 30 de septiembre de 2013

Pesadilla

Acabo de llegar a casa de la universidad. El teléfono no ha dejado de sonar. No cojo números de desconocidos, es una manía que tengo. Llaman. Silencio el móvil. Otra vez. Y otra. Y otra. Me estoy empezando a preocupar. Si vuelve a llamar lo cojo, igual es una urgencia.
No vuelven a llamar. Bueno, pienso, si fuera tan importante llamarían a casa. Enciendo el ordenador. Mientras arranca, me pongo a leer. No me concentro. ¿Quién sería? Busco el número en el registro y llamo. Comunica. 
Llevo todo el día sin concentrarme en nada. ¿Quién sería? La pregunta rebota en mi cabeza sin parar. Llamo a mi madre. 

-¿Hola?
-Hola, mama, ¿Qué tal?
-Ocupada. ¿Qué pasa?
-¿Me has llamado tú antes?
-No. Y tengo que dejarte, hija. Un beso.
-Adiós...

No era mi madre. Eso me tranquiliza bastante. De todas maneras, ¿Quién sería? Vuelvo a marcar el número. Nada, comunica. Joder.
Trato de dejar de pensarlo. No puedo. Soy demasiado obsesiva para esas cosas. ¿Quién sería? Empiezo a pensar en multas, accidentes, mi hermana, mis amigos...
Trato de distraerme con el Facebook. Nada. Lo de leer ya lo descarto directamente. La tele no me gusta. ¿Quién sería?
Cojo el móvil y vuelvo a marcar el número. Esta ya es la última vez que lo intento, me digo. Da señal. Al primer tono, cuelgo. No me lo esperaba. ¿Estás gilipollas o qué? Me recrimino. Vuelvo a marcar. Espero. Un tono. Dos. Tres. Al cuarto responde una voz desconocida.

-¿Diga?

Es una voz áspera, desagradable. De mujer. De vieja. No respondo.

-Alicia, ¿eres tú?

¿Quién es y por qué sabe mi nombre? Continúo guardando silencio.

-Claro que eres tú.

Ahora sí que no respondo. Acabo de reconocer la voz. Estoy a punto de desmayarme del miedo. Me siento en el borde de la cama temblando. A pesar del terror que siento, no me atrevo a colgar.

-¿No vas a decirme nada? Claro, como si lo viera. Estás acojonada. Haces bien.

No dejo de temblar.

-¿Qué quieres? 

Lo suelto con una potencia que no se corresponde a mi estado. No tengo ni idea de cómo han podido brotar las palabras de mis labios.

-Avisarte. Estás a punto de morir.

Me pongo a llorar. Tengo mucho, muchísimo miedo. ¿Cómo me ha encontrado? Sigo inmóvil. Y dejo de llorar. Estoy a punto de morir. Sé quién eres. Y sé que no mientes.
Esto no puede estar pasando. No. Tiene que ser una pesadilla. Pero demasiado bien sé que no es un sueño. que es real. Que no me queda mucho tiempo.
Despacio, bajo la mano en la que llevo el teléfono y cuelgo. Miro mi habitación por última vez. Me gustaría escribirle unas líneas a mi madre y a mi hermana, pero la muerte no espera. Todo sucede deprisa. Horas más tarde, el médico dirá que se ha tratado de una insuficiencia cardíaca, Una pena siendo tan joven, añadirá al ver a mi madre desconsolada. 
Mientras me desplomo en el suelo, alcanzo a ver el rostro surcado de arrugas de la anciana con la que acabo de hablar por teléfono. Te avisé, Alicia.

Es cierto.

La había visto innumerables veces en mis sueños.






Por qué Filología.

Bueno, a ver. Ya me he cansado. Voy a responder a una pregunta que me tiene harta. Voy a tratar de no ser demasiado grosera, pero esto va para todos aquellos que me preguntan "¿Para qué estudias letras?" y se contestan solos "¡Eso no sirve para nada!"
En primer lugar, es cierto, NO SIRVE PARA NADA. Me metí a estudiar Filología Hispánica porque me encanta leer. Si, ya lo sé. TOPICAZO. Sí. Pero lo digo enserio. Me gusta leer novelas, poemas, relatos y me apasiona el teatro.

La lengua no me llamaba tanto la atención pero, desde pequeña, he corregido a mis amigos y a mi familia tanto faltas de ortografía como de expresión. A veces soy un poco pedante, lo confieso. Y tengo un error grande. Soy muy laísta. No todos somos perfectos.

Tengo que decir que, en mi decisión a la hora de decantarme por una carrera, lo tenía claro. Mucha gente ha influido en cómo soy ahora, especialmente mi madre, mi hermana, mi tía y mi padre.
Mi hermana me enseñó a hablar, a utilizar bien las palabras, a hablar bien. También me regaló todos sus libros y me recomendaba cosas que sabía que me iban a gustar.
Mi madre es maestra de primaria. Y a ella le debo el saber leer, el amor por la lectura y el odio a las faltas ortográficas.
Mi tía es filóloga alemana. Con ella despertó mi curiosidad de "saber más". Gracias a ella conocí algunos de los libros que más han influido en mis 23 años de vida. (Entre ellos a José Saramago y su "Ensayo sobre la ceguera").
De mi padre... Ya lo sabéis. Mi padre me regaló la poesía.


La literatura, en su fin último, no sirve para nada si no quieres que te sirva para nada, eso no es discutible. Pero no olvidemos que uno de los mayores atractivos del arte en todas sus vertientes, es precisamente su inutilidad práctica.

Y estudio lo que estudio PORQUE ME GUSTA, porque tuve la suerte de que mi familia me apoyó en la decisión, porque nadie trató de imponerme nada y porque, cuando yo les dije lo que iba a estudiar, ellos ya lo sabían. Y se alegraron.

La única respuesta que puedo darle a la gente que hace esa estúpida pregunta "¿Por qué filología?" es un simple "¿Por qué no?"

domingo, 29 de septiembre de 2013

Única

Esta es tu historia. No, perdón, tu Historia. Sí, la tuya, chica rubia. Tuya y solo tuya. Permite que me incluya en determinados momentos, solo voy a hablar de lo que veo. Pero da igual lo que diga. Esto es única y exclusivamente para ti, que eres única. Para ti, que vives soñando. Para ti, que dejas entrar en tu mundo a cualquiera que tenga algo bueno en su alma. Dejas entrar a cualquiera porque crees que cualquiera tiene algo bueno. Eres diferente, distinta. Eres especial en el mejor sentido de la palabra. Porque nunca has tenido un mal gesto para mí ni me has mirado por encima del hombro (aun siendo más alta). Porque por eso te quiero. Esto es para ti porque has escalado un puesto en mi corazón. Porque cuando te miro estoy a gusto. Porque sé que confías en mi. Y porque confío en ti aunque te haya dicho mil veces que eres una bocazas. Por ser la reina del duro y de las borracheras por Madrid. Porque sin ti, mis historias no serían las mismas. Porque desde hace años, eres protagonista indiscutible de los mejores momentos de mi vida. 

Y, porque, esta ciudad gris, no tendría luz si no estuvieras a mi lado para iluminarla con tus ojos. 
Te quiero, Delia.




Y, entonces, sucedió. Conocí a la persona que habría de cambiar mi vida para siempre. Era alta, rubia, delgada. Era diferente a mi. Tenía los ojos azules. No paró de hablar durante cuarenta minutos seguidos. En los momentos en los que tomaba aire, yo trataba de responder con monosílabos. No recuerdo de qué estaba hablando. Sólo pensaba en que era una persona ajena a lo que yo había conocido hasta ese momento. Confieso que no tengo predilección por la gente que habla demasiado, pero con ella fue diferente. Me cautivó. No era la típica imbécil que se dedica a darte el coñazo. Bueno, un poco. Estuve tratándola muchos años antes de que ninguna de las dos se decidiera a dar un paso más allá en nuestra relación de amistad. Colegas de parque y punto. Todo el mundo vale para tomar una copa.

Con el paso de los años, la chica rubia me fue dando poco a poco pedazos de su corazón. Pequeños trocitos que yo recogía e iba guardando. Sin darme cuenta de que ella estaba recogiendo lo mismo que me entregaba. 
Cuando quise darme cuenta, ya la necesitaba demasiado. Por eso no puedo pasar sin ella, sin verla, sin saber cómo está. Sin reírme con ella.

Nadie sobrevive con medio corazón. 


Bili, el Perro

No soy muy "de perros". No me gusta que me babeen, me llenen de pelos ni que se me suban encima. A pesar de esto, da la casualidad de que prácticamente todos mis amigos tienen uno. Salvo en casos en los que tienen dos. Total, que estoy empezando a cogerles cariño. De entre todos los perros, hay uno al que me gustaría dedicarle unas líneas.

Se llama Bili. No sé exactamente cuántos años tiene (creo recordar que dos, pero tampoco viene al caso). Es un dogo argentino; el típico perro que acojona. Recuerdo que le dije una vez a Charly, su dueño, que si no lo conociera, me cambiaría de acera al verle.
Bueno, al lío. Resulta que a este perro, sus antiguos dueños, le cortaron las orejas, lo dejaron atado a un árbol y lo abandonaron para que muriera. ¿El motivo? (Bueno, aparte de que se trata de gentuza sin un gramo de escrúpulos en la sangre, ni humanidad, y unos salvajes de mierda), creemos que es porque no era válido para las peleas (sí, sigue habiendo peleas de perros en este puto mundo). Cuando le encontraron en esas condiciones (huelga decir que estaba también desnutrido), María (que fue su salvadora) se lo llevó a casa "provisionalmente". Nadie quería quedarse con él porque era un perro potencialmente peligroso, atacaba a los otros perros y, además, no cualquiera puede hacerse cargo de un animal de semejante tamaño.

Al final se lo quedó Charly, un gran amante de los perros que encima es entrenador canino. De esto hace ya dos años y es increíble ver el cambio que ha pegado Bili. Es tranquilo, simpático, juega con el resto de perros y si está atado, jamás se queja. Ahora es feliz. Pero, sobre todo, Bili es un perro extremadamente fiel. Pocos animales he visto que quieran tanto a su dueño ¿o debería decir a su amigo? Le mira con ojos humanos, de agradecimiento, respeto, cariño y, si me apuras, veneración.
Y de Charly. Solo puedo decir que siente exactamente lo mismo por Bili.

Cuando les veo juntos (o sea, siempre, porque no se separan), pienso que la frase aquella de "el perro es el mejor amigo del hombre" tuvo que pronunciarla un charly mirando a su bili.





Miguel Hernández

Escuchan a Miguel. Todos los días y a la misma hora. Los dos. Miguel no sonríe. Está serio, triste y cansado. Ellos sí sonríen. Miguel les habla de guerra, victoria y revolución. De otro tiempo… 

Conocí a Miguel hace seis años. Era verano. Mi padre recitaba un poema en la terraza. Los dos fumábamos un cigarro mientras el sol nos adormecía. El cielo estaba completamente despejado. Me enamoré de Miguel nada más conocerle. Nunca le agradeceré lo suficiente a mi padre que me lo presentara.


Y nunca le agradeceré lo suficiente a Miguel que me regalara esas tardes con mi padre.

Os dejo con uno de los, (en mi opinión), mejores poemas de este genio;

Me llamo barro aunque Miguel me llame.
Barro es mi profesión y mi destino
que mancha con su lengua cuanto lame.

Soy un triste instrumento del camino.
Soy una lengua dulcemente infame
a los pies que idolatro desplegada.

Como un nocturno buey de agua y barbecho
que quiere ser criatura idolatrada,
embisto a tus zapatos y a sus alrededores,
y hecho de alfombras y de besos hecho
tu talón que me injuria beso y siembro de flores.

Coloco relicarios de mi especie
a tu talón mordiente, a tu pisada,
y siempre a tu pisada me adelanto
para que tu impasible pie desprecie
todo el amor que hacia tu pie levanto.


Más mojado que el rostro de mi llanto
,
cuando el vidrio lanar del hielo bala,
cuando el invierno tu ventana cierra
bajo a tus pies un gavilán de ala,
de ala manchada y corazón de tierra.
Bajo a tus pies un ramo derretido
de humilde miel pataleada y sola,
un despreciado corazón caído
en forma de alga y en figura de ola.

Barro en vano me invisto de amapola,
barro en vano vertiendo voy mis brazos,
barro en vano te muerdo los talones,
dándote a malheridos aletazos
sapos como convulsos corazones.

Apenas si me pisas, si me pones
la imagen de tu huella sobre encima,
se despedaza y rompe la armadura
de arrope bipartido que me ciñe la boca
en carne viva y pura,
pidiéndote a pedazos que la oprima
siempre tu pie de liebre libre y loca.


Su taciturna nata se arracima,
los sollozos agitan su arboleda
de lana cerebral bajo tu paso.
Y pasas, y se queda
incendiando su cera de invierno ante el ocaso,
mártir, alhaja y pasto de la rueda.

Harto de someterse a los puñales
circulantes del carro y la pezuña,
teme del barro un parto de animales
de corrosiva piel y vengativa uña.

Teme que el barro crezca en un momento,
teme que crezca y suba y cubra tierna,
tierna y celosamente
tu tobillo de junco, mi tormento,

teme que inunde el nardo de tu pierna
y crezca más y ascienda hasta tu frente.

Teme que se levante huracanado
del blando territorio del invierno
y estalle y truene y caiga diluviado
sobre tu sangre duramente tierno.

Teme un asalto de ofendida espuma
y teme un amoroso cataclismo.

Antes que la sequía lo consuma
el barro ha de volverte de lo mismo.

viernes, 27 de septiembre de 2013

Percepciones

Está triste.
¿Por qué lo dices? Está sonriendo.
Por eso.

Cuando la sonrisa de una persona es triste, sabes que ha tocado fondo. Aprendes a diferenciar una sonrisa de otra. Llegas a odiar a aquel que, de forma involuntaria, deja entrever su dolor detrás de esa mueca que no es más que una máscara o una horrible sombra de lo que fue antes. Antes de la sonrisa. La sonrisa triste, claro. Porque uno no nace con esa tara, ese "defecto". No. Cuando vemos una sonrisa triste, estamos delante de alguien al que se le ha roto algo por dentro. Y no me refiero a ningún órgano. Me estoy intentando poner metafísica. Seriedad. Puede que la sonrisa triste sea un reflejo de algún fracaso. Pero, ¿quién no ha fracasado alguna vez? No. No se debe a eso.
Lo que creo es que lo peor de ese tipo de sonrisas es que nos deja asomarnos a lo que ha sido una persona "feliz" (si es que el término "felicidad" podemos usarlo hablando de personas), porque, claro, si vemos a alguien llorando no nos sentimos engañados, Vale, estás triste, ¿cómo te ayudo?

Ahora creo que una sonrisa triste no es necesariamente una máscara, no es una ofensa. No lo veamos como un insulto a nuestra inteligencia o a nuestra indudable capacidad de percepción (cualquiera puede reconocer una sonrisa triste, CUALQUIERA). Tampoco creo que se trate de un escudo; una sonrisa triste es uno de los gritos más potentes, desgarradores y terroríficos que existen. Y, encima, tienen la peculiaridad de que son gritos absolutamente inofensivos y silenciosos ("al viento le digo por si el viento quiere oírme", que decía mi padre). También son involuntarios. Salen solos. Nadie puede fingirlos. Por eso dan tanto miedo. Notamos algo dentro (si, otra vez en plan metafísica, guarros) que nos llega y nos remueve mucho más que un grito agónico (que, al final, es eso; un grito agónico).

Me he puesto a reflexionar sobre esto porque últimamente veo muy a menudo esa sonrisa. Es alguien muy importante para mí y lo único que deseo es transformarla en una risa real, sincera, limpia. Pero, ¿no es esa una forma sutil de disfrazar el miedo? No quiero mirar esa sonrisa, no quiero verla. Pero quiero verla. A veces me digo que menudas estupideces se me ocurren, que estoy gilipollas. Pero luego, vuelvo siempre al mismo punto. A su sonrisa y, por ende, a su tristeza.
En lugar de temer, despreciar e incluso odiar esa sonrisa, tenemos que convivir con ella. Aceptarla. Cuando veas de lo que te estoy hablando (en el caso de que se me esté entendiendo, que creo que no), cuando alguien te muestre esa parte de sí, ten presente que le acompañará toda la vida. No será la única, claro. Pero cuando menos te lo esperes...ZAS. Piensa solo que el origen del miedo que nos genera es el pensar No comprendo por qué en lugar de buscar consuelo, no dejas adivinar lo que estás sintiendo, ¿por qué me mientes? Y eso es un error.

Una sonrisa triste es una de las formas de expresión más sinceras que he visto en mi vida.

Perdón por rizar el rizo.

miércoles, 25 de septiembre de 2013

Rutina y Neruda

A las ocho suena el despertador, como cada mañana. Como cada mañana, Julián lo atrasa veinte minutos. Cuando vuelve a sonar, abre los ojos y lo apaga. Se levanta lenta y pesadamente mientras va desperezándose. Como todos los días, va al baño y deja correr el agua de la ducha mientras se lava la cara y se observa en el espejo. Tiene cuarenta y dos años. Sus ojos se detienen en los ojos que le devuelve la imagen reflejada y se preguntan dónde está su juventud. Sin pararse a meditar, más por falta de tiempo que de ganas, se desviste y se mete en la ducha. Cuando sale, se envuelve en una toalla, se seca y se viste rápidamente con la ropa del trabajo. Abre la puerta del baño y le llega el olor a café que tanto le desagrada. Termina rápido de arreglarse- peina el poco pelo que tiene, se lava los dientes y se echa desodorante-. Coge las llaves y finge que no la ha oído. Pero ella le ha visto. Le ofrece café, como cada mañana y él, como siempre, lo rechaza. Sin darle un beso de despedida a su mujer, sale de su casa y se va a la parada del autobús, aún no se ha decidido a sacarse el carnet de conducir. Tras diez largos minutos, llega el autobús; el tiempo siempre es más largo cuando uno espera. Dos chicas jóvenes se suben con él. Julián escucha sonriendo. Están nerviosas porque tienen un examen. De literatura.  De pronto, escucha una frase de una de ellas. Y se echa a llorar. Recupera tantos y tantos recuerdos de su juventud de un solo golpe que le duele. Y la recupera a ella. Se pregunta cómo ha terminado así, con una vida tan insustancial y triste, él que siempre había sido tan alegre. Y por fin entiende el significado de esa frase, y de ese poema perdido en la memoria...

Puedo escribir los versos más tristes esta noche...