martes, 12 de agosto de 2014

72 horas

Musa tenía diecisiete años y el mundo a sus pies. Era alto y delgado, sus ojos negros destacaban en un rostro amable que brillaba con una perfecta y generosa sonrisa. Sus manos eran grandes y fuertes. La piel morena que lucía estaba completamente perlada de sudor aquella mañana. Hacía mucho calor en la ciudad.
El muchacho se levantó y se puso lentamente la fina chilaba blanca que cubría todo su cuerpo. Enfundó sus pies en las gastadas sandalias grises que le había regalado su madre y se dispuso a salir a la calle. Abrió la puerta y los primeros rayos de luz dorada se colaron en la casa. Las moscas hacían mucho ruido y se le pegaban a la piel, quizá bebiendo su sudor salado. Musa las espantó a manotazos y pasó una mano por su frente mientras negaba con la cabeza. No quiso mirar a la calle y, en su lugar, volvió los ojos al cielo en un intento desesperado de comprender.
No hubo respuesta. Tal vez, Musa sí obtuvo una respuesta en su corazón, ya que, haciendo acopio de toda su voluntad, volvió a bajar los ojos a tierra y comenzó a ayudar a su pueblo, a su gente, en la recogida de escombros.
Pasaron horas bajo el sol, sin comer y sin beber ya que era el mes sagrado, apenas sin hablar entre todos los que limpiaban la calle. Sólo se escuchaba una lenta letanía...

-72 horas.

Musa no escuchaba. No sonreía. Cada rato, miraba al cielo y murmuraba mientras callaba las respuestas que le entregaba su corazón. Y continuaba. Por la noche, cansado, se reunió con su madre para cenar. Era una mujer enjuta, de rostro severo, que le hablaba con palabras bruscas y dolientes para no dejar traslucir el dolor que latía en su pecho. Quizá ella no escuchaba ya las respuestas que le daba el cielo. El joven salió de la casa de su madre con una molesta sensación de angustia. Al día siguiente, cumpliendo con su deber, con el cielo y con su moral, el muchacho volvió a la calle y recogió más escombros. Lo único que había cambiado era el rumor:

-48 horas.

Musa limpió una lágrima que corría por su rostro moreno como una vergüenza triste y continuó su trabajo. Varios niños pasaron por su lado corriendo y gritando. Y Musa tuvo que secarse el rostro de nuevo.

-24 horas

Esto se repetía al día siguiente. Y volvió el miedo. El miedo que no se había ido, sólo estaba agazapado en alguna parte de las entrañas del joven. El miedo a todo. El terror. El triste consuelo de que todo terminara con la recogida de escombros. La promesa del cielo. El rumor de las olas del mar. Todo. Todo había sido una mentira, un parche. Un espacio de irrealidad tangible en una realidad que amenazaba y atemorizaba todo cuanto le rodeaba.

Al día siguiente no quedaban horas. Al día siguiente no quedaba nada. Musa no llegó a ayudar. Tampoco su madre. Nadie quedó. En el viento silbaba la marca terrible de un proyectil. Y en occidente sólo se habló de unos cuantos muertos. No se habló de las lágrimas del muchacho, ni de su sonrisa, ni de sus manos cansadas. No se habló de la angustia por su madre. No se habló de cómo miraba al cielo ni de las respuestas que encontraba en su corazón.

Sólo quedaron las moscas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario