martes, 29 de julio de 2014

A mi hermana y mi padre

Juan dejaba pasar el tiempo sentado, leyendo, fumando, pensando. También le gustaba escuchar música y escribir. De vez en cuando recitaba versos que había escuchado o leído en alguna parte. Siempre fue un poco poeta. Le gustaba pasear y se conocía cada rincón de Madrid. Tenía muchos amigos.
Su risa era grave, profunda. Sincera.
Era algo vanidoso, y se peinaba unas diez veces al día. Nunca le dio importancia al dinero. Ni cuando lo tuvo, ni cuando se quedó sin nada. Guardaba pequeños tesoros en un cajón. Su riqueza consistía en un viejo periódico, un libro de poesía argentina y otro de poesía chilena. Algunas cintas y algunas fotos. Nada más. 
Era, pues, una persona muy sencilla,de gustos aún más sencillos, y de extraordinaria bondad. Nunca supo qué era la envidia ni le deseó mal alguno a nadie. 

Lucía pasaba las horas entretenida leyendo, fumando, pensando. También le gustaba escuchar música y escribir. De vez en cuando recitaba versos que había escuchado o leído en alguna parte. Siempre fue un poco poeta. Le gustaba pasear y se conocía cada rincón de Madrid. Tenía muchos amigos.
Su risa era como el canto de algunos pájaros. Sincera.
Era muy coqueta y gustaba de arreglarse hasta para ir a por el pan. También guardaba tesoros. Un colgante de algún novio, un recorte de periódico amarillento, unos cuantos libros. Algunas cintas y algunas fotos. Nada más.
Era, pues, una persona muy sencilla,de gustos aún más sencillos, y de extraordinaria bondad. Nunca supo qué era la envidia ni le deseó mal alguno a nadie. 

Lucía amaba a Juan. Y Juan adoraba a Lucía.

Un día.

Un día.

Un día todo desapareció. Y Lucía convirtió la risa de Juan en su risa. Los poemas de Juan en su propia poesía. Robó los tesoros de Juan y los escondió en un armario.

Y cerró la puerta.

Juan no volvió a susurrar versos y calló para siempre. Siempre ausente.

Me gustas cuando callas, Lucía, porque estás como ausente.
Distante y dolorosa como si hubieras muerto. 
Una palabra entonces, una sonrisa bastan. 
Y estoy alegre, alegre de que no sea cierto.

Te quiero.

Sus ojos

Hoy sólo quiero llorar lágrimas de rabia frente al escritorio. Quiero gritar y quiero esconderme bajo mis párpados hasta que pase la tormenta. Quiero dejar de escuchar el silbido de las bombas en mi cabeza. Cerrar los ojos y no ver. Olvidar. Quiero agachar la cabeza por delante y pasar sin miedo entre las páginas de los libros que me observan en la estantería.
Quiero llorar lágrimas dulces de rabia porque yo no tengo miedo. No tengo miedo a morir aplastada. Ni temo sostener a mi madre en los brazos. No tengo miedo a recibir una llamada que me diga que no volveré a ver a mi hermana. No tengo miedo al dolor.

A mí no me están masacrando.

Quiero llorar porque no puedo hacer nada más. Porque están llorando ellos. Porque su cielo es el mismo que permanece, azul, sobre mi cabeza. Porque pido deseos a estrellas que ellos no quieren mirar. Porque el sol que nos alumbra es el mismo.
Quiero llorar porque yo de pequeña jugaba con muñecas. Siempre tuve agua, comida, una casa, a mi familia. Y mucho más. Tuve seguridad.
No veo en sus rostros desesperación, ni odio, ni tristeza, ni angustia... Veo unos ojos que gritan, acuchillan, que culpan. Porque todos somos culpables. Todos. Todos. Todos. Los mismos ojos, la misma expresión en niños, padres, madres, hermanos, jóvenes y ancianos. La misma mirada desesperada. Nos están gritando y el mundo se limita a quitarles el sonido, a seguir viviendo mientras ellos mueren.

Quiero que la gente no tenga que preguntarse por qué hay niños jugando en Palestina y se pregunten por qué están matando niños que juegan en Palestina. Por qué el mundo está tan deshumanizado que ver muertes no supone un constante desgarro en el corazón. Por qué el miedo, el terror y la desesperanza se cuelan por nuestros televisores y no morimos con ellos. Por qué esos ojos nos son indiferentes.

¿Cuál fue su culpa, su error?

Les están robando su presente, y aniquilando su futuro. Les están devorando.

Palestina somos todos.