martes, 23 de septiembre de 2014

El Tambor de Hojalata, Günter Grass.

Llevo todo el verano saboreando historias que me han aportado mucho y que han supuesto para mí un nuevo punto de inflexión en mi comprensión de la complejidad del alma humana. En Julio me tuvo absorta El Idiota y me enamoré de un príncipe bondadoso que se salía de los límites de la moral burguesa y molestaba a quienes, cínicos y embrutecidos, se reían de él. En Agosto, me tuvo entre lágrimas la historia de Anna Karenina y la compadecí más, si cabe, que a aquel miserable y generoso idiota. Anna me supo leer el alma con su dolor y odié de nuevo la hipocresía de la sociedad burguesa que la maltrataba.
Ambos libros me han hecho una profunda llaga en el corazón y nunca los voy a olvidar. Pero, a lo que voy. Relatando mis experiencias lectoras de estos últimos meses, cualquier amante de la lectura, se dará perfecta cuenta que, tras esas dos obras maestras de la literatura, no ya rusa, sino, universal (hablamos de escritores de la talla de Dostoiewsky y Tólstoi, nada menos), era difícil que otra novela cuya lectura fuera inmediatamente posterior, me rasgara como lo habían hecho las otras dos.
Me equivocaba.
Bueno, para ser sincera, en gran medida, no me equivocaba. Llevaba tiempo queriendo leer ese libro, aunque el porqué no viene ahora al caso. Después de que una gran amiga tratara en vano de regalármelo buscando en librerías y papelerías, después de que llegaran a decirnos que estaba descatalogado, cosa que en ningún caso tenía sentido, lo encontramos (y me avergüenza reconocerlo) en las estanterías de El Corte Inglés.

En fin. El libro.
Oskar nos cuenta, desde un hospital para enfermos mentales, la historia de su vida. Y ahí empieza todo.

Pocos personajes como el pequeño Oskar me han hecho tanto daño en las entrañas. He dormido con él y he soñado con sus gritos vitricidas. Porque Oskar, el niño que no quería crecer, gritaba de tal manera que sesgaba el vidrio a su antojo. He dicho "el niño que no quería crecer". Absténgase el aventurado lector de pensar que tiene ni remotamente el más mínimo, insignificante, minúsculo o diminuto parecido con Peter Pan.
No.
Oskar toma la decisión porque, en los años de preguerra en Alemania, constata que no quiere (ni debe) pertenecer a un mundo gobernado por adultos que le resultan insignificantes y superficiales. Ese mundo le es totalmente indiferente. El mismo día que toma tan terrible decisión (el día de su tercer cumpleaños), Oskar recibe su primer tambor de hojalata, promesa que le había hecho su madre el día de su nacimiento y que supondrá para Oskar un compañero inseparable durante años. (He dicho compañero pero debo aclarar que serán decenas los tambores que vayan pasando por la vida, y por las manos, de nuestro protagonista. En contra de lo que pudiera parecer, Oskar no siente un apego cariñoso a un tambor, sino una obsesión rayana en la demencia hacia EL tambor).
En resumen, Oskar me ha dejado la terrible sensación de estar leyendo la historia de un demente, un asesino, un personaje que no duda, que no teme, que no ama (a pesar de que él quiera engañar al lector), que no se arrepiente, que manipula, que no tiene un ápice de humildad, que en su egolatría olvida que no es más que un ser humano. Un hombre que no duda en ocultarse en su apariencia de niño de tres años pues, a lo largo de la novela, Oskar tendrá la apariencia de un inocente pequeño de ojos azules. Alguien capaz de compararse con Hitler y vencer. De compararse con Goethe y vencer. De compararse con Napoleón y vencer. De compararse (!) con Dios. Y vencer.
En definitiva, un personaje que es más malo que el veneno.

Recomiendo la lectura de esta obra cumbre de la literatura alemana, que no sólo nos cuenta la vida de Oskar (alternando la primera y la tercera persona), sino también la vida de aquellos que le rodean y, a su través, la historia de una guerra. La historia de una guerra que sólo conoceremos en tanto en cuanto afecte a la vida de nuestro protagonista pero que, a pesar de ello, no deja de ser aterradora y estar constantemente presente como una sombra que acechara a todos, incluso a los lectores.
Termino diciendo y señalando que lo más aterrador de Oskar, en mi caso, es que a pesar de ser tan horrible como lo he descrito, a pesar de comportarse como una miserable araña que va tejiendo y maquinando sin piedad, no le odio. No le odio aunque he sentido ganas de llorar y retortijones en el estómago (que no he vomitado de milagro, vaya), aunque la manera de relatar me daba naúseas (especialmente sus encuentros sexuales o su descripción de los sentimientos que tiene con respecto a la muerte de quienes le rodean). No, no le odio. Oskar me ha hecho llegar a las lágrimas relatando una historia llena de historias que, narradas con una fuerza expresiva fuera de lo común, han llevado al límite mis sentimientos. Y no sé si lo consigue porque logra engañarme a mi también con su apariencia infantil o porque el uso de la primera persona me hace empatizar. O puede ser porque también nuestro pequeño protagonista me ha hecho reír. Mucho. Una crítica plagada de rebuscados paralelismos, ese ego que gobernará siempre a Oskar, ese burlarse de cuanto le rodea, eso también forma parte de su decisión de no crecer, ese verlo todo desde otro punto de vista (tanto real como imaginado), darán al libro que tenemos entre las manos el punto satírico indispensable para comprender a Oskar. No le odio porque me ha dado la mano durante todo el recorrido y yo no la he soltado.

Creo que el próximo mes escucharé, leve, el tamboreo que nos ha acompañado a mí y a Oskar, durante toda la aventura.

El Tambor de Hojalata, Günter Grass. Maravilloso.

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