lunes, 25 de noviembre de 2013

La Venganza de Caperucita


Hace tres meses (día arriba, día abajo), salí a dar un paseo por los alrededores de mi casa. No tenía intención de alejarme demasiado porque estaba esperando una visita. Así que decidí dar un pequeño rodeo a la manzana. Era un día más bien frío y no había nadie por las calles. Serían las siete o las ocho de la tarde. Recuerdo que había en el barrio un silencio sepulcral.

Cuando el frío comenzaba a atenazar mis manos, pues al final el paseo había sido más bien largo, decidí volverme a casa, preocupado por si la esperada visita ya andaba por allí. Apresuré el paso decidido a llegar en un lapso breve de tiempo hasta mi casa. Al doblar una de las esquinas de un viejo edificio medio derruido, me topé con una figura fantasmagórica y terriblemente hermosa. La joven iba totalmente vestida de un blanco perlado y sus enormes ojos me miraban asustados. Estaba tiritando y recuerdo que me pregunté si sería de frío o de miedo, pues mi vestimenta siempre ha sido algo descuidada. El pelo de la chica estaba revuelto y sus mejillas teñidas de un carmesí que le otorgaban una candidez admirable. Le dije, con muy educadas formas, que sentía haberla asustado. Que lamentaba el error. Por dentro me enorgullecí de haberla asustado sin querer porque eso ya me situaba en un plano más elevado con respecto a ella. Ella seguía mirándome con los ojos muy abiertos, noté que el temor desaparecía poco a poco de su rostro y me alegré.

Ojalá hubiese sabido entonces que, quien debía estar asustado, era únicamente yo.

La muchacha se tranquilizó y me dijo que se había perdido, que estaba tratando de encontrar la casa de su abuela, pero no conocía la zona. Yo, diligente, con muchas ganas de continuar hablando con ella y de acompañar a una criatura que me resultaba tan encantadora y tan frágil, le dije que le ayudaría a encontrarla. Ella me mostró una sonrisa tan blanca como su vestido con la que olvidé por completo la visita que, seguro, me esperaba en la puerta de casa consultando impaciente el reloj.

Dimos muchas vueltas por la zona. Yo tenía el secreto y oscuro deseo de que Beatriz (como me había dicho que se llamaba), no diese con la dirección. Estaba oscureciendo y pensaba ofrecerle como salvación mi confortable casa. La boca se me llenaba de saliva de sólo pensar en pasar una noche al lado de semejante belleza.
Para mi enorme desazón, poco después encontramos la calle y, algo más alejada, la casa de su abuela.
Ella me ofreció entrar y decliné la oferta aunque, una vez volvió a insistir haciendo uso de su bella sonrisa y su mirada, accedí.

Caí en la trampa una vez más.

La casa era un enorme caserón de dos plantas, todas las luces estaban apagadas, con lo que no pude apreciar la decoración del lugar. Perdí a Beatriz, que caminaba (o eso creía yo) a mi lado, durante un instantes. Alguien me tocó el hombro y vi sus ojos brillando en la negrura muy cerca de los míos. Entre la oscuridad reinante en, lo que supuse, sería el comedor, yo sólo la veía a ella, que se acercaba cada vez un poco más. Y más. Y más.

No sé cuánto tiempo pasé acariciando su cuerpo y bebiéndome su boca. Sus gemidos se prolongaban por todas las estancias y fui feliz, verdaderamente feliz, como nunca en mi vida, cuando la tuve rodeada con mis brazos esa noche. Perdí totalmente la cabeza durante el tiempo que duró la unión de nuestros cuerpos. El mío, cálido, sudoroso, moreno. El suyo. Blanco. Virginal. Frío. La oscuridad no me dejaba ver más que sus ojos. Pero yo la hacía en mi mente más bella de lo que ya era.

Después, llegó el cansancio.

Ella se levantó despacio y se enfundó su vestido blanco. Ya no lo vi tan blanco. Estaba sucio y arrugado. Sus ojos ya no eran tan grandes y, a su sonrisa, que ya no era hermosa sino sólo terrible, le faltaban muchos dientes.

"Voy a la casa de mi abuela". Recordé que Beatriz me había dicho horas antes. Entonces me asusté. ¿Beatriz había entrado conmigo a la casa? Ya no podía asegurarlo. Y encima estaba esa maldita oscuridad. Yo seguía tumbado en el sofá y Beatriz, o su abuela, o quien demonios fuera, me miraba divertida desde el umbral de la puerta. Alcancé con mis manos el interruptor de una de las lámparas de la mesa y lo accioné. Lo que vi me dejó tan espantado que se me paralizó el cuerpo y se me agarrotaron los músculos de tal manera que fui incapaz de levantarme.

Beatriz llevaba, además de su vestido blanco, una caperuza roja atada al cuello. Le otorgaba un aspecto algo infantil y desaliñado, y le confería, además, un aire mucho más terrible. Me miró, esta vez sin atisbo de coquetería o fragilidad, y me señaló un objeto que había a sus pies. Un hacha. Se agachó despacio y la agarró con una sola mano. No pude moverme porque otra mujer, la del vestido no tan blanco (sin duda su abuela) había aprovechado mi estupor para, con increíble rapidez, esposarme las dos manos y atarme los pies.

Beatriz se acercaba lentamente a mí. Se enfundó la caperuza y entonces la reconocí. Recordé una noche de hacía algunos años. Un callejón. Yo. Ella. Su mirada asustada y su cuerpo tembloroso. Mis enormes garras acariciando su cuerpo. Sus gritos. Esa misma caperuza, arrancada, tirada en el suelo.

Siguió acercándose a mi despacio. Saboreando su venganza. Habían pasado años y ya era toda una mujer. Se puso frente a mí y levantó el hacha.

La niña venció al lobo. 

domingo, 24 de noviembre de 2013

Escribir es gratis

Creo que es cuestión más que evidente que el escritor escribe para ser leído. No creo que haya nadie que no lo piense. Cada cual, esto es, cada escritor, lo logra ayudado por diferentes medios. En mi caso, ya dije que Internet es el método más eficaz para la difusión de textos, en gran parte porque las personas para quienes yo escribo, hacen uso de esta herramienta con más o menos frecuencia.

Escribir es una forma de desapego de determinados sentimientos, al menos en mi caso. Yo escribo historias que surgen en mi cabeza, y al escribirlas, me imagino cómo las leerán tales o cuales personas. Es decir, en cierto modo, al poner un relato o un sentimiento que me surge en determinado momento, y trasladarlo a otra persona, en otro momento, con otra mentalidad, desaparece un poco de mí.

Escribir es una necesidad que, en mi caso, surge del instante en que una idea se adueña de mí y, poco a poco, va cobrando cuerpo, y fuerza, y ganas. Entonces siento la necesidad de que otras personas compartan este sentimiento. Es un poco el derramar vivencias e historias que, a fuerza de ser difundidas, dejan de ser sólo mías. 

No creo que un escritor sea más o menos bueno en función del número de personas que lean y alaben sus textos. No considero que un poeta callejero, pobre, que se gana unos minutos de alguien, sea menos escritor que aquel que puede editar, hablar en los medios o servir como referente. Sí es cierto que éste será, con frecuencia, elogiado o vapuleado por parte de la crítica académica, y el otro no. Crítica académica. Uf. Para aburrirse mortalmente basta con decir estas palabras. Dejemos a los académicos tranquilos, que es domingo.

Y yo me pregunto, ¿qué más le da a un escritor, que escribe por el simple placer de escribir, de derramarse, ser leído por miles o por una persona? 

Pero es cierto que, a cualquiera, le cuesta no promocionarse. A mí también. Y qué más da decirlo. Porque no hay nada mejor para alguien que escribe que levantarse con una buena crítica, con una opinión, saber que has hecho sonreír a alguien o que se haya emocionado. No, no hay nada mejor. Y me sigo preguntando que si has emocionado a una sola persona, por qué quieres emocionar a un millón, si no hay nada como levantarse y darse cuenta de que UNA SOLA PERSONA ha sentido un cosquilleo leyendo algo tuyo, que por unos momentos ha olvidado un poco su realidad y se ha metido en la tuya. Que alguien, sin saberlo, porque tú has decidido que así sea, ha violado un poco tu intimidad y la ha convertido en SU intimidad. Porque de repente, llega un día en que lo has hecho bien. No para todos, pero lo has hecho bien para alguien. Y, por supuesto, lo has hecho bien para ti.

Y duermes tranquilo, porque te has quitado un poco ese peso. Porque ahora lo compartes. Da igual que sea con una, con dos, o con cien mil personas.

Por todo esto, por lo que para mí significa que leáis, por el valor que yo le doy a cada letra que resbala por mi teclado, quiero daros las gracias. A todos. A los que me leéis y, por qué no, a los que pasáis de leer. Porque la realidad es menos terrible cuando no estás solo, porque es un gustazo ver que hay una, dos, o cien mil personas, qué más da eso, que comparten una carga que tú no podías llevar solo. 

Porque escribir es una de las cosas que más me gusta hacer en esta vida. Y es gratis, que nunca está de más.


viernes, 22 de noviembre de 2013

Infierno

Entro en un bar cualquiera, en una calle cualquiera, de una ciudad cualquiera.

El ambiente me oprime según cruzo el umbral de la puerta. Hay demasiado humo. Y demasiado ruido. La gente habla a gritos mientras consume grandes cantidades de tabaco negro. Siento una profunda arcada.

No sé qué coño estoy haciendo aquí. Me acerco a la barra y miro la lista de bebidas. Todas tienen nombres extraños. Le pido a la camarera una cerveza y mientras me la sirve me fijo en que va vestida de una manera... peculiar. Dos coletas, purpurina en los ojos, una falda de lunares, un corsé que apenas deja lugar a la imaginación... Me doy cuenta de que todos los que están en la barra, exceptuándome a mí, son hombres. Dejo que sigan babeando con la camarera y me dirijo hacia una de las mesas donde me esperan mis amigos. No paran de hablar. Y de fumar.

A mí no me apetece intervenir en la conversación (hablan de un tal Toni, al que no conozco) y reparo en la decoración del bar.

Todo es rojo. La luz roja, cojines rojos, mesas, sillas, cuadros, vasos... todo es rojo. Me empiezo a agobiar. Mis amigos no se dan cuenta de nada y siguen de palique. Le doy un trago a la cerveza. Ya me encuentro mejor, pero no del todo. Me levanto para ir al baño, necesito estar sola. Una de mis amigas se empeña en venir conmigo y, de camino al baño, me aburre con su conversación. Yo solo pienso en que los lavabos no sean rojos.

Error. Son rojos. Qué pesadilla. Necesito salir de este puto antro. Siento que estoy en el infierno. Al fin, mi amiga se da cuenta y pregunta que si estoy bien. Le respondo moviendo la cabeza afirmativamente. No puedo hablar. Otra náusea pugna por salir de mi boca y ya no puedo retenerla. Qué asco, dice mi amiga. Gracias.
Ahora sí me encuentro mejor. Me mojo las manos y la nuca. Miro mi imagen reflejada en el espejo.
Tengo los labios pintados de rojo y el humo ha conseguido que mis ojos vayan a tono con el local.

Cuando salimos del baño, nos cruzamos con un chico que me hace un gesto asqueroso con la boca. Le correspondo con cara de desprecio pero, el muy gilipollas, sonríe.

Pasamos de él y seguimos caminando. Un poco más allá vemos a dos chicas dándoselo todo y un corrillo de tíos que se dan codazos y se ríen mirándolas. Durante un rato no puedo dejar de mirar la escena, que me parece a todas luces repugnante. En el corro hay dos amigos míos.

Mi amiga me empuja para que siga avanzando.

Un chico está tirado en el suelo vomitando un líquido negro. Trata de levantarse pero no lo consigue. Se me queda mirando, sin duda quiere que le ayude. Extiendo el brazo, ofreciéndoselo. Mi amiga me mira como si estuviese loca y le digo que se vaya con éstos, que ahora la alcanzo. El chico agarra mi mano con tanta fuerza que me hace daño. Consigue levantarse con dificultad y se apoya en mi hombro mientras me da las gracias.

Huele fatal. Como a sudor, a chicle, a vodka, a tabaco... me vuelven a entrar ganas de vomitar, pero esta vez logro contenerme.

El chico borracho se acerca a mi oído. Empiezo a pensar que ha sido una mala idea ayudarle y que más me valía haberle dejado tirado en el suelo. Me suelta una verborrea sin sentido y yo le doy la razón en todo. Al fin, logro sentarlo precariamente en una silla y trato de irme, pero su mano sigue aferrando la mía con fuerza.

Va a ser una noche muy larga.

Joder.



miércoles, 20 de noviembre de 2013

Microrrelato, La Luna.

Hace muchos millones de años, cuando aún se hablaba de Democracia y Justicia, cuando la Libertad era lo más valioso que tenía el hombre y todo el mundo podía soñar con un futuro, desapareció la Luna.
Lo curioso fue que nadie pareció darse cuenta. Alguien se encargó de borrar todos los rastros que podían inducir a recordarla (poesías, canciones, cuentos...) y el Gobierno, presuroso, pobló las calles de farolas y focos que no hacían pensar en la Oscuridad de la Noche. La gente se acostumbró a caminar mirando al suelo. 

Y la Humanidad siguió avanzando.

martes, 19 de noviembre de 2013

Los dos hijos.

El niño murió a las diez. Todos los presentes lloraron de impotencia y rabia. Todos besaron su frente y acariciaron sus mejillas. Todos desearon que existiera un Dios que lo acunara en su regazo. Todos pensaron en sus respectivos hijos. No soportarían perderles. Todos miraron al padre, que lloraba en un rincón, y abrazaron a la madre que permanecía muda, con las manos apretadas, rezando por el alma de su hijo.

La hermana del niño no salió de su habitación. 

En la casa se escuchaba un silencio atronador. Echaron de menos el llanto del pequeño, sus correteos, su risa. Sólo había tristeza y dolor.
El padre se convenció a sí mismo de que debía ser el fuerte, el que ayudase a las dos mujeres.
La madre deseó haber muerto ella en lugar de su pequeño.
De la hermana no se supo nada. No salió de su habitación.

Pasaron los días y el padre salió a trabajar, volvió a besar a su mujer al despedirse y empezó a vivir pensando que ya no estaba su hijo. El dolor por la pérdida lo desgarraba por dentro, pero quería demasiado a su mujer como para derrumbarse.
La madre dejó de rezar con el paso del tiempo, trató de mantener su mente distraída con el trabajo y, en cierto modo, lo consiguió.

Pasaron los años. Uno, dos, tres. Los padres del niño volvieron a sonreír y dejaron de ir cada día al cementerio. Cuatro, cinco, seis. La madre dejó de oír el llanto de su niño en sueños. Siete, ocho, nueve. El padre se felicitó a sí mismo por sacar adelante a su familia.

Diez. La hermana del niño no salió de su habitación.



Nadie veló el cuerpo de la hermana del niño. Nadie lloró por ella. Nadie rezó. Nadie, nunca, la recordó.


El niño era judío. Su hermana, camboyana. Y siria. Y bosnia. Y egipcia. Y palestina...

domingo, 17 de noviembre de 2013

Tu ausencia

Vuelve. ¿No te das cuenta? Desde que te fuiste Madrid es más fría y más angustiosa. El cielo siempre es gris. Incluso cuando sale el sol, el cielo es gris. Te llevaste el trino de los pájaros y la suavidad del rocío. Te fuiste con los amaneceres. Dejaste los parques sin flores y sin las alegres risas de los niños.

Los poetas dejaron de cantar a la libertad y al amor.

Me has dejado sin el olor de los libros antiguos. Ahora ya no hay canciones. La lluvia sólo es lluvia y los atardeceres sólo la caída del sol. Los pájaros del parque vienen a menudo a preguntarme por ti. Los bambús se secaron hace tiempo y el banco donde leías lo han quitado. Total, nadie lo usaba ya.

También te llevaste los arco iris. Se fueron contigo los paseos, las cálidas noches de verano y la luz de la luna. Ya no hay historias de piratas, ni noches con versos, ni revoluciones, ni victorias. No hay vencedores. Sólo hay vencidos.

Se fueron contigo Máximo Décimo Meridio, Íñigo Montoya y Guido.

Se acabaron los juegos.

No quiero nada de esas cosas, no me interesan. Sólo deseo con todo mi corazón que vuelvas. Sé que, de tu mano, vendrán la primavera y la poesía. Yo no necesito nada más. Sólo que vuelvas.

Vuelve. No tienes que traer nada. Pero, por favor, vuelve.

No quiero pasar más tiempo a solas con tu ausencia.



"No perdono a la muerte enamorada". Te quiero.

viernes, 15 de noviembre de 2013

La poesía y el sexo

No me había fijado demasiado en él. No era guapo y, cuando subió al escenario quedó claro que era demasiado gordo, demasiado bajo y tenía el pelo demasiado largo. Sonreí con condescendencia, mirándole.
Estábamos sentados bajo el escenario, escuchando un recital de poesía. Algunos eran muy buenos, otros, peores. Los había bárbaros.
Este chico subió las escaleras despacio, mirando al suelo sin verlo. Estaba pensando. No llevaba libreta ni ningún otro papel con su poema apuntado. Qué extraño.

¿He dicho ya que no era guapo? Rectifico. Era extremadamente feo. Era escultóricamente feo. Era feo feo, que siempre es más que feo. Era muy feo. Dibujar su rostro debía suponer una tarea de titanes porque no había ni rastro de simetría en su cara. Era, probablemente, el chico más feo que he visto.
Él subía al escenario mientras yo pensaba estas cosas, su imponente barriga ondulaba con los pliegles del rojo jersey y su pelo, grasiento como el de los escritores, caía en breves cascadas por su espalda. Me dio un escalofrío.

Cuando llegó al punto de lectura, el joven se detuvo. Le llamo joven, pero, debo decir que su mirada, venía del pasado. De los siglos. Supuse que debía tener entre veinte y dos mil años.
Comenzó a recitar. Un chorro de voz grave retumbó en la sala con estruendo. Un torrente de palabras me dejó con los ojos y los oídos muy abiertos. Los pelos de mis brazos se pusieron de punta y a mis ojos, quisieron venir a bailar las lágrimas.

Me fijé más en él. Me fijé en su poesía, en su voz, en sus manos. Reparé un poco en su acento. Quise ver sus ojos y, si no eran azules, eran de un marrón muy claro. Sentí que el mundo se detenía sólo un momento cuando él puso sus ojos en mí mientras seguía recitando. Hablaba de cosas pequeñas, de cosas, "de poca importancia", que diría León Felipe. Hacía grandes cosas como el metro, los charcos, las calles, las huellas.

Un estruendo me sacó de mi ensimismamiento, se me había roto la copa de vino. Había resbalado de mi mano y caído al suelo. El chico no dejó de recitar. Me miraba. Sé que, por dentro, sonreía. A mi cuerpo llegaron unas ganas inmensas de corresponderle con otra sonrisa. Pero no pude. No podía casi moverme, era como si el ruido del vidrio, su mirada y su sonrisa, hubiesen parado el reloj y los cuerpos. Terminó un poema diciendo "eres mía" y sentí que, efectivamente, era suya.

Creo que fue el acto de amor más íntimo que he compartido con nadie en mi vida.

No le volví a ver. Era guapísimo.

jueves, 14 de noviembre de 2013

Todos eran hombres

Me gustaría escribir algo que valiera verdaderamente la pena. Que cambiase, no la vida, sino sólo unos instantes de alguna persona. Me gustaría escribir algo como "que por doler me duele hasta el aliento", del gran Miguel Hernández (pocas frases son tan brutales y certeras cuando se describe la pérdida). Escribir algo parecido a Óscar Wilde. Parecerme a Shakespeare o a Valle-Inclán (aunque éstos no se parezcan en nada entre ellos). Escribir teatro, poesía o prosa acercándome a alguien. Poder lograr que la gente (los lectores) vibren con alguna historia.
Quiero lograr, querido lector, llenar tus ojos de lágrimas y que rías a carcajadas. Quiero fabricar un personaje como Don Quijote y llevarte de su mano a derribar gigantes. Me encantaría describirte mi niñez como lo haría Machado y hablar de amor como sólo puede hacerlo Neruda.
Quiero romper con tus esquemas, como Ramón Gómez de la Serna y, a la vez, ser tan pura y tan enrevesada como Góngora.
Quiero ser todo, como fue Lope de Vega. Un símbolo, como García Lorca y un genio, como Saramago. Quiero crear un lugar como el que creó Gabriel García Márquez, un género, como Unamuno y un asesino despiadado como el descrito por Patrick Süskind.
Me muero de ganas de volver a encadenar a Prometeo como hizo Esquilo en Grecia y que Penélope se quede esperando a un Ulises que no vale la pena al estilo de Buero Vallejo. Escribir un libro difícil de entender, a la altura de Cortázar y, a la vez, asustar a los niños como los hermanos Grimm.
Quiero también que mi protagonista vuele a lomos de Fújur, el dragón blanco, emulando a Michael Ende.
Quiero que no puedas dormir por las noches con mis relatos, que te agobien como hacen los de Poe.
Quiero que claves en mi pupila tu pupila azul, así como la clavaron en los ojos de Gustavo Adolfo Béquer y, como él, gritarle al mundo que "podrá no haber poetas, pero siempre, habrá poesía".

Sé que me he dejado a muchísimos, no me matéis.

Y... me doy cuenta de que todos eran hombres.

lunes, 11 de noviembre de 2013

Nadie

No puedo dormir.
Todas las noches lo mismo, llegamos exhaustos y uno a uno vamos cayendo pesadamente en las literas. La mayoría llega con heridas en manos y pies. Todos, sin excepción, tiritamos. Me castañetean los dientes.
A los demás, creo, no suele costarles demasiado conciliar el sueño; el agotamiento es bestial. A mí sí. Los lamentos y gritos de dolor y miedo me llenan de angustia. El quejido de algún niño me llega como en estéreo y mis propias lágrimas no me dejan sumirme en el mundo de los sueños. Soñar. Ese reducto de libertad, de espacio propio y de individualismo que he descubierto en una realidad sufrida y estancada en muerte, cansancio, pesar y peste.
Tampoco me deja dormir el traqueteo incesante de 'la frase'. Esa frase, cínica, horrorosa, esculpida en la puerta por la que tenemos que pasar cada día. Sentiría furia si no fuera porque ya no puedo sentir nada.
"El trabajo libera". Taladrando mis esperanzas. Nada libera aquí dentro. Nada, salvo la muerte.

Mis tripas no dejan de quejarse, temo despertar a la chica que duerme a mi lado. Tengo mucha hambre. Todos los días nos despiertan entre aullidos y golpes. A mí aún no me han pegado. Ni siquiera me miran.
Aún así, tengo tanto miedo... todos aquí lo tenemos. Cualquiera puede ser objeto de sus burlas y de sus horas de aburrimiento.

La horca está en mitad del patio, frente a la comandancia. Cuando estiran la soga, sonríen ante nuestras miradas llenas de pavor. Nos hacen quitarnos el sombrero y desfilar delante del cuerpo sin vida de uno más. En el patio sólo se oyen risas y pasos. Risas. Pisadas. Risas. Plaf, plaf.
Yo soy... un número. 122. No tengo nombre. Los nazis me lo quitaron cuando me trajeron aquí. También soy un triángulo. De color amarillo. Soy un rostro más. Soy Nadie. Todos aquí somos Nadie. Rostros grises, sin sonrisa.
Los nazis me arrebataron a mi familia. No sé dónde están. No sé si lograron escapar. Ni siquiera sé si están vivos o muertos.
Me hubiese gustado verles una vez más.
Sé que voy a morir. Deseo morir. Ellos lo saben. Yo traté de terminar con esto, intenté ser yo quien decidiera sobre mi vida, sobre mi muerte. Tenía miedo, pero más miedo da seguir viviendo. Corrí hacia la zona que han dado en llamar "neutral". Corrí desoyendo sus gritos. Corrí acercándome al muro. Pensaba en mi madre. En mi padre. En mis hermanos. Corrí hacia el muro. Esperaba algún disparo, ya que estaba incumpliendo las normas. Esperé el tiro mortal. Pero no llegó. Seguí corriendo  hacia la verja electrificada. Sólo quería morir. Salir de aquí. Busqué mi libertad soñando la muerte.
Imagino que adivinaron mis intenciones. Yo sólo quería morir. Más tarde supe que se había dado la orden de no disparar y cortar la corriente eléctrica.

No tengo identidad. Me han robado la sonrisa y los sueños. Me hicieron saber que mi vida no era mía y sustrajeron de mi alma toda esperanza de escapar en brazos de la muerte.
Moriré sólo cuando ellos así lo deseen. O cuando mi pobre cuerpo no pueda más. Tengo miedo porque a los niños los arrojan vivos a las fosas... no sé cómo será mi muerte. He visto a tantas personas perder la vida...

Nunca más seré July, la de la calle 76. La de las coletas. La que jugaba a la peonza y salía a pasear con su perro.
Sólo soy Nadie, 12 años.
Propiedad de las SS.


martes, 5 de noviembre de 2013

El chico de los periódicos

Me he fijado en un chico que coge el autobús todos los días a la misma hora que yo. Al principio no reparé mucho en él pero, a fuerza de verle todos los días, me he dado cuenta de que lleva gafas y siempre va de negro. También puedo estar casi segura de que estudia algo relacionado con la arquitectura o el dibujo, porque siempre lleva una carpeta enorme bajo el brazo. Tiene la mirada constantemente perdida y casi siempre se sienta en la parte de delante del autobús. Sé que se llama Pablo porque una vez otro chico (debía ser un compañero de clase) le saludó y el chico del autobús le contestó con una leve inclinación de cabeza.Y, al fijarme cada día más en él, he descubierto algo.

Los que vais a la Autónoma por las mañanas, y vayáis en autobús, a lo mejor os habéis dado cuenta de que, normalmente, hay dos o tres periódicos distribuidos por los asientos. Normalmente son El País y El Mundo. Yo suelo evitarlos porque no me apetece ir a clase ya con el disgusto de saber lo que pasa en el mundo (ni en el país); suelo afrontarlo a mediodía ya con dos o tres cafés y algo más de ánimo. Pues bien, Pablo siempre coge uno y si puede, los coge todos, pero no le suele dar tiempo. Su mecánica es subirse al autobús, sacar la cartera, picar, y buscar con la mirada uno de los periódicos para lanzarse a por él, lo coge y se sienta. Y nunca lo lee sino que lo dobla, abre con cuidado su carpeta mientras sostiene graciosamente la cartera con la boca, y lo mete dentro con cuidado. Luego se quita la cartera de la boca y se la guarda en un bolsillo del pantalón. El resto del trayecto (unos quince minutos), lo hace prácticamente sin mover un músculo. Hay días que me quedo boba mirándole imaginando que es una figura de cera.

Llevaba días tratando de averiguar qué hace con los periódicos porque estaba totalmente convencida de que no los leía.

Ahora ya lo sé.

Resulta que estamos en Noviembre y, para el que no se haya dado cuenta, hace muchísimo frío en la calle. Pablo lo sabe. Yo no. No lo sé porque duermo todas las noches en mi cama, al ladito del radiador, con una mantita y oyendo cómo el viento golpea la persiana contra el cristal. Una vez. Y otra. Y otra. En la calle hace un frío horroroso. Como Pablo lo sabe, recoge todos los días todos los periódicos que puede. No necesita leerlos porque sabe de qué va la vida. No le interesa leerlo porque le importa una mierda cuántos políticos hayan robado, que el rey vaya por su séptima operación o que el Atleti esté haciendo una gran temporada. Tampoco le interesan las manifestaciones ni las huelgas. A Pablo lo que le interesa es que no haya gente que se congele por las noches. Y al que le parezca "una gilipollez", que se pregunte si él hace algo, o si se levanta todos los días pensando en las familias que viven en el asfalto y en poder llevarles diez periódicos, o una manta o un café caliente.
Creo que no hace falta decir nada más.

Bueno, una cosa:

El otro día se le cayó un lápiz mientras sacaba la cartera para picar y yo, que estuve rápida, me agaché y lo recogí para dárselo. Entonces, mientras me daba las gracias, me fijé en que tiene una sonrisa preciosa. 

lunes, 4 de noviembre de 2013

Volar

Hola de nuevo (Qué pesada soy).
Me apetece contar algo porque me ha dicho mi psicólogo (sí, he puesto PSICÓLOGO, con P, porque yo lo valgo, querido profesor, y PORQUE ME DA LA GANA) que es bueno escribir sobre los traumas, o las cosas que nos dan miedo (vale, me habéis pillado, no me lo ha dicho mi Psicólogo, de hecho, no tengo. Es otra excusa para contaros mi vida).
Bueno, empiezo; Me apetece contaros algo porque... Porque me apetece, no sé, hay gente que se chuta heroína o que le da por pintarse el pelo de colores porque les apetece (y que conste que no tengo nada en contra de la gente que se pincha heroína, ahora la gente que se tiñe...uf qué manía les tengo a esos :D), pues a mí me da por escribir. Y ahora tengo ganas.
Lo que quería contar es que mi hermana me ha regalado un viaje a Berlín. Un pedazo de viaje. Un señor viaje. Un viaje de esos que dices joder, te lo has currao. Hasta ahí todo bien, ¿no? Pues no. Llevo ya una semana acojonada con el puto viajecito.
Me da mucho miedo volar en avión. Me pongo muy nerviosa, como a sudar y a pensar cosas como Dios-mío-vamos-a-morir-todos o No-voy-a-poder-salir-de-aquí-nunca. Es una sensación asquerosa. Me encantaría que fueseis capaces de entenderlo porque lo que me suele decir la gente es aquello de "¿Miedo? ¿por qué? Si el avión es el medio de transporte más seguro que existe". Y UNA POLLA. A mi no me la dais. Luego también está el típico que te dice que "Volar mola". Si. Volar mola. Y que te hagan un tacto rectal también.
En fin, que me da mucho miedo. Que sé que es irracional y de niña pequeña. Bueno, ni eso; a los niños pequeños les flipa volar (aaay, inconscientes), pero no puedo evitarlo. Me supera. Así que bueno... Sólo quería (sí, he puesto SÓLO con tilde, me niego a suprimirla por mucho que os empeñéis en joder el lenguaje, queridos académicos. Perdón, Reales Académicos) contaros esto porque no puedo dejar de pensarlo y ya no sé qué hacer con este puto nudo en el estómago que tengo desde hace seis días.

Intentaré no marcarme un Melendi mañana en el avión, de verdad. Pero no prometo nada.

domingo, 3 de noviembre de 2013

Domingo, Madrid, Resaca y Música

Frío. Viento. Resacas. Un cielo horriblemente gris. Domingo a mediodía. Madrid.

Es el momento de un zumito, la calefacción, Vivaldi, y un cuento. Ahí va.

De esta historia, nada va a ser cierto, excepto las partes que son escrupulosamente ciertas. No os creáis nada de lo que vais a leer, salvo las partes que son verídicas. Sería demasiado fácil avisaros de qué es realidad y qué producto de mi imaginación. Sería, además, poneros límites. Dejemoslo en que es una historia ficticia; salvando el detalle de que es absolutamente real.

Uf. Vivaldi me recuerda demasiado a los castillos de Versalles. Y no quiero ponerme a escribir un cuento de princesas ni ambientar la historia en un suntuoso palacio (aunque os prometo que algún día lo haré). Mejor un poquito de... De Jazz. Tabaco, locales llenos de humo, sonrisas, hombres elegantes, poca luz. 

Mucho mejor.

Pero el Jazz no me recuerda a Madrid. Más bien se me ocurren locales de callejón en Nueva York. No sé por qué; no he estado nunca en Nueva York ni he ido a ninguno de esos locales. Ni siquiera estoy segura de que existan, aunque me da que en esa ciudad existe todo lo que uno pueda imaginar. Definitivamente, no. Yo quiero hablar de mi Madrid.

No se me ocurre qué música elegir para hablar de Madrid. Qué raro. Sabina me parece demasiado obvio. Paso. Sigue sonando el Jazz. Voy a quitarlo.

Bueno, ahora mismo está sonando un anuncio. No se qué de un coche. Toyota, creo. Buf. Se me van quitando las ganas de escribir. Y suena el puto teléfono. Que qué hago, que si voy a salir. Amigos oportunos. Así es imposible escribir nada que valga la pena leer. Pero bueno. Puto anuncio. No acaba nunca. Por fin. Estopa, como siempre. Qué queréis, a mi me inspira. 

Mi madre me ha despertado esta mañana mirándome con cara de pocos amigos. No tengo ni idea de lo que hice ayer ni de cómo llegué a casa. Mi pelo huele a tabaco que echa pa´atrás. Qué asco. No tengo ganas de levantarme, pero mis ojos, llenos de legañas negras (no me quité el maquillaje al llegar anoche), mis dientes y mi pelo, están pidiendo a gritos una ducha. Me levanto con toda la agilidad que me permiten mis doloridos músculos y trato de recordar qué hice anoche. Nada. Bueno, estuve de copas con unas amigas. Lo típico. Nos acabamos bebiendo medio bar y luego... Luego nada. Una laguna inmensa, negra, con ráfagas de humo en mi mente, me impide recordar qué hice después.
Me asusto cuando veo mi rostro en el espejo. Joder. Qué demacre. Ojeras que me llegan hasta los pies, el rímel corrido, la mirada totalmente perdida y los labios secos. 

Cuando salgo de la ducha, la cosa parece que ha mejorado un poco. Pero las ojeras y la mirada perdida siguen ahí. Vaya mierda. Si por lo menos me acordase de algo más... Me visto despacio, hablando conmigo misma; Ali, que no te vuelvan a pasar estas cosas. Ali, joder, ¿qué coño hiciste ayer?. Alicia, eres una gilipollas, una inconsciente y, además, tonta, coge el teléfono y llama a alguien para que te cuente qué pasó ayer. Cojo el teléfono y me quedo mirando al infinito por la ventana.
De repente, me están entrando ganas de llorar. No entiendo por qué. Debe ser algo del subconsciente porque no sé decir qué me pasa. Dios, no puedo parar. Algo malo pasó ayer. Estoy poniéndome muy nerviosa. Pero, ¿qué coño pasó? Sigo teniendo el teléfono en la mano, pero ahora no sé si quiero llamar. No sé por qué, creo que es mejor la angustia que la certeza.

Mira, voy a dejar Estopa y voy a arreglarme. Me voy de cañas, que me han llamado. Lo siento, os debo un cuento en condiciones o, al menos, un final.

A ver si me entero de qué pasó ayer y os lo puedo contar. (O no, que hay niños delante).


 

sábado, 2 de noviembre de 2013

Odio

Llegaste a mi vida sin yo quererlo. Y no me gustó.  Me molestabas. Me molestaba cómo me mirabas y me sonreías. Me molestaba cada paso que dabas. No me gustaba verte. Es más, te odiaba. Cada día salía con la esperanza de no encontrarme contigo, pero ahí estabas. Invariablemente, esperando a que yo llegara. Tú nunca te diste cuenta. Me mandabas mensajes que yo borraba sin leer. Me llamabas y odiaba cómo sonaba mi nombre en tus labios.
Me incomodabas siempre sin darte cuenta. Yo te respondía con silencios o con sonrisas cansadas. Me daba igual lo que me dijeras. Te odiaba. Te odiaba más a cada segundo. No podía verte. Te detestaba; No quería enamorarme de ti.
Entonces todo sucedió muy rápido.
Te enamoraste de mí. Y algo cambió. Me di cuenta de que cuando no estabas te echaba de menos. Me empezó a gustar tu sonrisa y el sabor de tus labios. Tu mirada me hacía sentir temblores y mi cuerpo se agitaba cuando me rozaban tus manos. Me enfadé conmigo misma por eso. Y entonces me odié. Me odié con toda mi alma por haberte permitido entrar a empujones en mi corazón.
Te quiero. Y me odio. Y te odio más que nunca porque sé que ahora no puedo, no podré, vivir sin ti.
Odio tu mirada si tus ojos no me miran. Odio tu boca cuando no me besa. Pero lo que más odio de todo tu ser son tus manos cuando no me tocan.

Y odio mi cabeza dando vueltas...