miércoles, 17 de septiembre de 2014

Tradición

Érase una vez, hace mucho tiempo, un animal hermoso que pastaba bajo los ardientes rayos de sol que engrandecían unos cuernos puntiagudos. El animal, imponente, grandioso, miraba con sus ojos castaños la hierba y el cielo que le regalaba el día.
Érase una vez un toro que pastaba tranquilo y negro sobre el verde tapiz de la vereda. Su grupa subía y bajaba acompasando una respiración monótona, carente de sentido y, sin embargo, llena de vida.
Érase un grupo de salvajes que se acercaron al majestuoso animal. En la vereda, le rodearon y azuzaron gastando y desgastando su paciencia.
Érase un animal paciente que pacía en un prado y erase también un río que, silbando, le cantaba versos al oído al animal que iba a morir. Porque el animal iba a morir, y eso hacía jalear a los salvajes que, con lanzas, gritos, palos y piedras, clamaban con sus bocas de dementes la sangre que, bombeando un corazón asustado, mantenía erguido al animal herido. El toro estaba solo.
Érase un toro que, con su último aliento, su última sangre, se desplomó en el suelo suplicando con unos ojos oscuros que decían, que gritaban, que exigían un por qué.
Érase una vez un animal que dedicó su último esfuerzo a mirar al cielo y a recordar su verde vereda, sabiendo que nunca más pastaría en ella, ni el sol reluciría furioso sobre sus cuernos, ni el río atronaría sus oídos con versos.
Érase una vez un animal triste.

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