jueves, 7 de agosto de 2014

Dos sueños.

El primer sueño huele a humedad, a miel y a carne. Huele a viento y a tierra mojada. El primer sueño aparece engalanado de flores y sonrisas. Alguna que otra lágrima se desliza entre los párpados del bebé. El viaje onírico del pequeño comienza sin animales, sin números, sin temores. Los primeros sueños se guardan como tesoros en algún remoto lugar de su cabeza. El sueño no contiene palabras. Contiene sensaciones y caricias.

Despiértale.
Rompe los sueños del pequeño y destruye sus fantasías. Acuchilla, desgarra, arranca, revienta, muerde, patea sus sueños. Enséñale la muerte y la crueldad. Háblale de los beneficios del egoísmo y de la pobreza. Cuestiónale si merece la pena ser amable o sonreír. Destruye sus ideales. Conviértele en un prototipo de lo que eres tú. Demuéstrale la virtud del mal ajeno. Haz que aprenda a gritar y a llorar. Escupe en sus fantasías y niégale el futuro que desea. Logra que la sociedad se imponga en su mente. Ponle límites.
Crea un hombre débil, acostumbrado a no sentir. A no superar la pérdida. A repetir la letanía de 'no se puede hacer nada'. Que se avergüence de llorar.

O deja que siga durmiendo. Oliendo a sueño y a flores. Échate a dormir a su lado. Sueña.
Confía en el cambio. Construye tu camino junto al suyo. Deja que él, libre de prejuicios y de miedos, te enseñe. Que te escriba con su risa y su olor el viento de los sueños viejos. Que te susurre. Deja que sea él quien te arrulle y guarde tu sueño.

Entonces, mecido por su sueño, dale valores y algo por lo que luchar. Dale un motivo. Uno solo. Y ahora, espera.

Construye un mundo en el que merezca la pena vivir.

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