lunes, 21 de abril de 2014

A un escritor

Hacía mucho calor en aquel azul vagón de la línea diez del Metro de Madrid, que informaba de su próxima estación Nuevos Ministerios. No había demasiada gente. O no me fijé. Iba leyendo un libro que no terminaba de absorberme (creo recordar que era El Gran Gatsby), con lo que cada vez que se abrían y cerraban las puertas, miraba con ojos cansados cuántas paradas quedaban para llegar a mi casa.
En la estación, entró un hombre de unos cincuenta años, con una mochila vieja y raída que hacía juego con su delgado cuerpo y sus ojos azul oscuro. Las puertas se cerraron a su espalda y pareció revolverse con cierta inquietud acartonada. Yo cerré el libro con la certeza de que su presencia sería mucho más atrayente que el libro que tenía entre mis manos. Efectivamente, como un presagio, el hombre empezó a hacer algo que nadie esperaba. Comenzó a leer sin parar, a leer a voz en grito, a escupir las palabras que iba leyendo en un libro muy gastado que sacó de su mochila. Gritaba y leía y desafiaba a todos con la mirada. Leía y gritaba y hacía que el vagón se convirtiera en una especie de sala de conciertos o de caverna en la que explotaban las palabras como envenenadas con fuego. Leía y gritaba con rabia, con ansia desesperada. Yo descubrí un temblor en sus manos y un sudor, que imaginé frío, perlaba su frente. Aquel que conoce la pena, podría pensar que era un hombre triste. Quien conoce la tristeza, sabe que era la viva imagen de la desesperanza. El dolor. La agonía de quien ha perdido parte de sí mismo. El hombre seguía leyendo, cada vez con más angustia, con miedo. Algunas personas se levantaron para alejarse de su parte del vagón. Mucha gente se reía y le señalaba. Yo le miraba con una media sonrisa porque sus gritos me producían un placer inexplicable. Su voz, ronca, grave, áspera y seca me hipnotizaba. Yo no era la única. Mientras unos se alejaban, otros se iban acercando, gente de todas las edades, de todas las razas se sentaron cerca del hombre que gritaba. Eso pareció darle ánimos y siguió gritando, y leyendo, y algún que otro sollozo ahogado interrumpía su lectura. Se terminaron las paradas, y terminó el libro. Cuando el hombre terminó de gritar leyendo o de leer gritando, todos callamos. El aire se envileció y la atmósfera se tornó aún más densa con el eco de las últimas palabras. El vagón se convirtió en un sepulcro silencioso y fuimos horriblemente conscientes de lo sucedido. Y allí, en la línea 10 del Metro de Madrid, en la estación de Tres Olivos, se produjo uno de los homenajes más sinceros que han existido.

-Dime, qué comemos.
-El coronel necesitó setenta y cinco años - los setenta y cinco años de su vida, minuto a minuto - para llegar a este instante. Se sintió puro, explícito, invencible, en el momento de responder:
-Mierda.



A Gabriel García Márquez. Descansa en paz, amigo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario