sábado, 26 de abril de 2014

La sangre

El desembarco se produjo en mitad de la noche. El primero en bajar del navío fue un hombre de mediana edad, ligeramente entrado en carnes y con la mirada sombría de quien ha experimentado la bravura del océano y el coraje de las batallas. Su equipaje, escaso, lo conformaban una mochila raída cuyo contenido, presumiblemente, sería ropa, un libro de viajes y un gato negro de pelaje áspero.
El hombre, cuyo nombre supe más tarde que era Alberto Acuña, abandonó el puerto sin esperar a sus compañeros de travesía, con el orgullo que corresponde al héroe que ha vivido y vencido a la muerte. En más de una ocasión pude verle en la taberna del puerto susurrando con verbos ebrios ciertas estrofas del Martín Fierro. Siempre estaba solo. Prefería la compañía de su gato, al que acariciaba de un modo intermitente en aquellas largas noches, a la de sus compañeros. Rechazó a algunas mujeres que trataban de llamar su atención. Quizá demasiado livianas, no despertaban su deseo. El gato lo acompañaba pero, habría que ser muy poco perspicaz para no darse cuenta de que el animal, que ya había olvidado la sangre que ensució el cuerpo de su anterior dueño, no lo libraba de la soledad. El animal había perdonado a Acuña por empuñar el cuchillo que había sido la mano asesina de su dueño, al otro lado del mar. Acuña, sin embargo, no olvidaba. Bebía y saciaba su melancolía en breves tragos a su copa, siempre medio vacía, y esperaba la muerte con la serenidad de quien ya ha vivido suficiente. Yo lo observaba desde una esquina de la taberna, me atraían el ronroneo del gato y los versos de aquel poema. Rara vez cruzamos la mirada; Alberto Acuña no levantaba la mirada de su bebida. Así pasaban los días. Venía, bebía, recitaba y acariciaba al gato. Después, se levantaba embriagado para acercarse a la barra y pagar su cuenta. Salía del establecimiento sin mirar a nadie, sin hablar con nadie. Siempre tuve la impresión de que se sabía observado, aunque jamás le vi un gesto de desagrado bajo mi escrutadora mirada.
Desde que presencié el desembarco de aquel hombre, mi sueño se tornó débil y solía despertarme envuelto en una fría capa de sudor. Tenía pesadillas constantes y recurrentes con aquel hombre, aunque ligeras variaciones me hacían consciente de su calidad de irrealidad; imaginaba al hombre ensangrentado, huyendo de una casa sin luz, cojeaba y escupía sangre oscura que dejaba un ligero reguero en los adoquines de la calle. Siempre brillaba la luna nueva en el cielo. El gato era un elemento secundario en aquella escena, pero inherente a ella, pues era el único que reconocía mi presencia en el callejón. Sus ojos ocre me acusaban y reconocían como a un intruso. Cuando el gato, corriendo tras su dueño, se giraba hacia mi, yo sentía pavor bajo su mirada y era justo en ese instante cuando despertaba en la tibieza de mi alcoba. Me obsesioné por aquel hombre cabizbajo y por su gato, traté de averiguar algo sobre su pasado preguntando aquí y allá pero nadie supo darme una respuesta satisfactoria. Sólo me dieron un detalle valioso; su nombre.
Durante los días que trascurrieron, seguí tratando de investigar pero ninguna de mis fuentes me dio ninguna información de valor trascendental que merezca mención para la continuidad de este relato.
Recuerdo que el hombre desapareció durante un tiempo. En vano volví noche tras noche a la taberna, a nuestra taberna, que ya era un nexo entre mi realidad y mi sueño, entre el cruce de miradas con el gato, entre sus suspiros y el Martín Fierro. Mi existencia se convertía, poco a poco y sin que fuera yo consciente, en una mezcla entre la realidad de la taberna y el vino, y los sueños, el pelaje del gato, sus ojos, mi sudor. El tiempo se convertía en algo más que meras estaciones sin su presencia. El otoño transcurrió sin novedades sobre el que yo consideraba, de alguna manera, mi amigo. Para evitar las intermitentes pesadillas que me asaltaban cada noche, sacaba cada vez más libros de la biblioteca, leía con avidez relatos de héroes, de batallas, de rompecabezas y de laberintos que remitían a Acuña de un modo más real del que yo pudiera haber imaginado jamás. Yo sabía, o más bien, ahora sé, que su destino y el mío estaban condenados a converger en algún punto de nuestras miserables vidas. Sí, quizá lo supiera ya entonces y fuera aquel pensamiento, precisamente ese pensamiento, el que motivara mi obsesión nocturna. No sería del todo honesto si no confesara que el hombre, además de una secreta fascinación, me producía un temor nostálgico o un miedo, en todo caso, que no había sentido antes. Como digo, pasé el otoño sin noticias del misterioso viajante, y tomé la definitiva resolución de buscarle en mis sueños. Aquella decisión fue como un presagio; cesó el insomnio de golpe y me refugiaba en las noches como el soldado que llega a casa tras una larga contienda. Me tumbaba en la cama y una suerte de cansancio repentino se llevaba mis párpados y mi mente continuaba, impasible al paso del tiempo, soñando una y otra vez al misterioso hombre y a su gato. Mi miedo remitía con el transcurso de los meses. Poco a poco, olvidé el rostro de Acuña, su mirada, sus susurros. Sin embargo, su aliento, que imaginaba tendría olor a carne seca y a humo y a vino, y que fue lo único que no llegué a conocer, lograba, de alguna manera, recordarlo cada noche.
Cuando su rostro ya se me antojaba una imagen difusa y el bufido de su gato dejó de perseguirme entre fantasías oníricas, regresó. Regresó como una pesadilla entre el atronador bramido del mar en el muelle y el silbido del viento entre las páginas del Martín Fierro que adquirí poco después. Nunca voy al muelle si no tengo allí trabajo o tengo que entrevistarme con algún pariente. El primer día que vi a Acuña, había ido allí para arreglar el envío de cierta mercancía hacia occidente. Fue una, digamos, casualidad del destino, si es que podemos permitirnos el mezclar ambos términos opuestos. La segunda vez, transcurrido el otoño, Alberto Acuña llegó de muy diferente manera; limpio y aseado, charlaba animadamente con un compañero de travesía. Sus pasos eran sonoros y parecían firmes sobre la pasarela del barco. Cuando pisó el muelle y se giró, su rostro lucía una hermosa sonrisa que en absoluto olería a vino ni a miseria. Era un hombre nuevo. Era otro. Pero tenía que ser él. Es más, era él. Ahora no me cabe la menor duda de ello, si bien es cierto que, en aquel momento, tuve reparos en relacionar a aquel recién llegado con el hombre que había protagonizado las pesadillas de aquellos últimos meses. En vano buscó mi mirada al gato de pelaje oscuro y áspero. Supongo que de algún modo su presencia (la del felino) habría tranquilizado mi espíritu, testigo de aquella transformación (que era acaso una blasfemia, una malformación, ante los ojos que le habían creado una historia, los ojos que le habían temido; mis ojos). Digo en vano. El gato no dio ninguna señal de vida.
Aquello me encolerizó. Me desconcertó hasta tal punto que deseé encontrarme cara a cara con Acuña; esperarle tras una esquina en cualquier callejón, asestarle una puñalada mortal, convertirme yo en su pesadilla, en el desconocido, en el otro, en su enemigo, su verdugo. Quise, y ahora me avergüenza reconocerlo, vengar de alguna manera al gato desaparecido. Era el gato mi enemigo y mi aliado. Era él quien desconocía, como yo, el pasado de aquel viajero. El gato sabía que yo los observaba día tras día. El gato me había señalado como su igual. Aquel animal y su mirada desafiante, su bufido soñado, había sido mi único vínculo con él. Si el gato desaparecía, yo volvería a ser nadie.
Acuña o, tal vez, su gato, me devolvieron a mi lugar. La desaparición del gato me desdeñaba y la horrible consciencia de lo que aquello significaba para mí mismo, me avergonzaba y humillaba de tal forma que no espero nadie comprenda. El miedo dio paso rápidamente a la cólera. Mis vecinos y allegados comenzaron a preocuparse, aunque mi perenne apatía relajaba su atención ya que supusieron simplemente que habría perdido el trabajo o que tendría un pleito con alguno de mis amigos. Supongo que mi rostro se ensombreció con el paso de los días. Ellos jamás lo entenderían.
Leía febrilmente el Martín Fierro. Terminaba y volvía a comenzar y cuanto menos me identificaba con Fierro, más lo era. No tenía ganas de escribir ni de acometer la ardua tarea de la venganza textual. Mis manos, mis ojos, mi Martín Fierro y aquel gato (sí, sobre todo y sobre todos, aquel gato), clamaban venganza y sangre. Maquiné y me desvelé con el oscuro deseo de la venganza, de la muerte de aquel hombre; sentí el burbujeante palpitar de mis sienes con cada sueño, que volvía una y otra vez haciéndose a casa segundo más nítido en mi inconsciente.
Decidido a cometer el crimen, bebía y comía en aquella taberna polvorienta donde se desgastaban mis horas de infortunios. Maquinaba susurrando letras del Martín Fierro y dejando crecer el pelo de mi rostro hasta convertirme en la imagen patética de un náufrago a la deriva. No espero que el lector comprenda hasta qué punto estaba yo irremisiblemente perdido en aquel océano rojo. "Pronto", me consolaba en mi ensoñación. "Muy pronto todo habrá terminado". Unos días, o quizá unos meses después (en mi estado podrían haber sido años, tantas noches repitiendo los mismos rituales, mismos pensamientos), al fin, ocurrió. Podía haber abandonado mi obsesión, al fin y al cabo poco tenía yo que ver con aquel extranjero de manos callosas, pero fui preso de la desesperanza cuando comprendí que mi existencia estaba ligada de forma irremediable a la de aquel hombre. Mejor dicho; mi existencia estaba ligada a la no existencia del otro.
Tenía pistola, recuerdo de algún abuelo o un pariente victorioso, pero no la utilicé. Mi fin y, por ende, su fin, tendrían que estar sellados con la afilada hoja de un cuchillo. Nada más podría liberarme de igual manera. Bastaron un par de acometidas en el callejón. Todo había terminado.
Al llegar a mi casa, con el horrible presagio de algo que se avecinaba y me acechaba desde lo alto, traté de lavar la sangre que aún me culpabilizaba. No pude y, exhausto, con el cansancio de mil hombres, me sumí en un sueño pesado y profundo que no sé cuántas horas duró.
Al despertar me levanté cansado. Mi cuerpo vencido tiritaba de algo más que frío. Supe que mi destino había sido morir en aquel lance pero lo había sobrevivido. No comprendía ninguna de las imágenes que danzaban en mi mente. Me acerqué despacio al espejo de la habitación. Renqueando. Las gotas de sangre del otro seguían entorpeciendo mis pasos. Al mirarme en el espejo lancé un grito de terror. Mi cuerpo joven y vigoroso estaba ahora surcado de arrugas. La mirada que me devolvía la imagen era transparente y hueca, como la mirada de un muerto. La sangre, mi sangre, emanaba de una herida abierta en el lado izquierdo de mi pecho. Los dientes, amarillentos y sucios, soltaban un horrible hedor a humo y a taberna.
Lo último que oí antes de desplomarme, fue el largo quejido de un gato. Mi gato.
El otro era yo. Y estaba muerto.
Todo había terminado.

1 comentario:

  1. Al final me he quedado con la incognita de si el gato muere con él o no, ya que también forma parte del alter ego del personaje. Un cuento muy macabro, pero interesante. Sigue publicando que nos tienes abandonaos hace un mes :)

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