lunes, 29 de septiembre de 2014

¿Por qué no queremos que África se salve?

Llevamos años evitando mirar la realidad que asola nuestras fronteras. Llevamos mucho, muchísimo tiempo tratando de evitarnos el conflicto moral que supondría volver la cabeza, los ojos, hacia nuestros vecinos.
Nos separa de ellos el mar, nos separan barreras, fronteras naturales. Hemos querido alejarnos aún más. Hemos querido protegernos. Se dice que "la mejor defensa, es un buen ataque", así, simplemente, les atacamos. Yo no he visto las cuchillas, las concertinas las llaman ahora, de Ceuta y Melilla. Mucha gente no las ha visto. Pero sabemos que están ahí, luciendo bajo el sol. Engalanadas con sangre, piel y sudor. Brillando y orgullosas de cumplir su cometido. Como un terrible monumento a la barbarie.

Las llaman concertinas, pero son cuchillas. Les llaman ilegales, pero son personas. Lo llaman protección y es ataque. Lo llaman legalidad, cuando lo único que vemos es crueldad.

¿Por qué no queremos que África se salve? ¿Por qué negamos su existencia? Sólo existen cuando son una supuesta amenaza. Cuando nos traen enfermedad, guerra o miseria. Nos molesta verlo. Porque nos pinchan la burbuja de irrealidad donde nos sentimos a gusto. Porque la sociedad en que vivimos está inmersa en una egolatría salvaje que nos impide girar la cabeza para observar y comprender a quienes, víctimas nuestras, tratan de vivir. Sólo vivir.

Y por eso han puesto cuchillas. Pero se han equivocado. África seguirá existiendo, seguirá trayendo dolor, seguirá naciendo una y otra vez, seguirá mostrándonos la miseria. Y seguirá siendo pobre. Mientras sigamos con los brazos cruzados, seguirán siendo asesinados en nuestras fronteras. Con nuestros nombres por bandera.

¿Hasta cuándo vamos a permitirlo?

martes, 23 de septiembre de 2014

El Tambor de Hojalata, Günter Grass.

Llevo todo el verano saboreando historias que me han aportado mucho y que han supuesto para mí un nuevo punto de inflexión en mi comprensión de la complejidad del alma humana. En Julio me tuvo absorta El Idiota y me enamoré de un príncipe bondadoso que se salía de los límites de la moral burguesa y molestaba a quienes, cínicos y embrutecidos, se reían de él. En Agosto, me tuvo entre lágrimas la historia de Anna Karenina y la compadecí más, si cabe, que a aquel miserable y generoso idiota. Anna me supo leer el alma con su dolor y odié de nuevo la hipocresía de la sociedad burguesa que la maltrataba.
Ambos libros me han hecho una profunda llaga en el corazón y nunca los voy a olvidar. Pero, a lo que voy. Relatando mis experiencias lectoras de estos últimos meses, cualquier amante de la lectura, se dará perfecta cuenta que, tras esas dos obras maestras de la literatura, no ya rusa, sino, universal (hablamos de escritores de la talla de Dostoiewsky y Tólstoi, nada menos), era difícil que otra novela cuya lectura fuera inmediatamente posterior, me rasgara como lo habían hecho las otras dos.
Me equivocaba.
Bueno, para ser sincera, en gran medida, no me equivocaba. Llevaba tiempo queriendo leer ese libro, aunque el porqué no viene ahora al caso. Después de que una gran amiga tratara en vano de regalármelo buscando en librerías y papelerías, después de que llegaran a decirnos que estaba descatalogado, cosa que en ningún caso tenía sentido, lo encontramos (y me avergüenza reconocerlo) en las estanterías de El Corte Inglés.

En fin. El libro.
Oskar nos cuenta, desde un hospital para enfermos mentales, la historia de su vida. Y ahí empieza todo.

Pocos personajes como el pequeño Oskar me han hecho tanto daño en las entrañas. He dormido con él y he soñado con sus gritos vitricidas. Porque Oskar, el niño que no quería crecer, gritaba de tal manera que sesgaba el vidrio a su antojo. He dicho "el niño que no quería crecer". Absténgase el aventurado lector de pensar que tiene ni remotamente el más mínimo, insignificante, minúsculo o diminuto parecido con Peter Pan.
No.
Oskar toma la decisión porque, en los años de preguerra en Alemania, constata que no quiere (ni debe) pertenecer a un mundo gobernado por adultos que le resultan insignificantes y superficiales. Ese mundo le es totalmente indiferente. El mismo día que toma tan terrible decisión (el día de su tercer cumpleaños), Oskar recibe su primer tambor de hojalata, promesa que le había hecho su madre el día de su nacimiento y que supondrá para Oskar un compañero inseparable durante años. (He dicho compañero pero debo aclarar que serán decenas los tambores que vayan pasando por la vida, y por las manos, de nuestro protagonista. En contra de lo que pudiera parecer, Oskar no siente un apego cariñoso a un tambor, sino una obsesión rayana en la demencia hacia EL tambor).
En resumen, Oskar me ha dejado la terrible sensación de estar leyendo la historia de un demente, un asesino, un personaje que no duda, que no teme, que no ama (a pesar de que él quiera engañar al lector), que no se arrepiente, que manipula, que no tiene un ápice de humildad, que en su egolatría olvida que no es más que un ser humano. Un hombre que no duda en ocultarse en su apariencia de niño de tres años pues, a lo largo de la novela, Oskar tendrá la apariencia de un inocente pequeño de ojos azules. Alguien capaz de compararse con Hitler y vencer. De compararse con Goethe y vencer. De compararse con Napoleón y vencer. De compararse (!) con Dios. Y vencer.
En definitiva, un personaje que es más malo que el veneno.

Recomiendo la lectura de esta obra cumbre de la literatura alemana, que no sólo nos cuenta la vida de Oskar (alternando la primera y la tercera persona), sino también la vida de aquellos que le rodean y, a su través, la historia de una guerra. La historia de una guerra que sólo conoceremos en tanto en cuanto afecte a la vida de nuestro protagonista pero que, a pesar de ello, no deja de ser aterradora y estar constantemente presente como una sombra que acechara a todos, incluso a los lectores.
Termino diciendo y señalando que lo más aterrador de Oskar, en mi caso, es que a pesar de ser tan horrible como lo he descrito, a pesar de comportarse como una miserable araña que va tejiendo y maquinando sin piedad, no le odio. No le odio aunque he sentido ganas de llorar y retortijones en el estómago (que no he vomitado de milagro, vaya), aunque la manera de relatar me daba naúseas (especialmente sus encuentros sexuales o su descripción de los sentimientos que tiene con respecto a la muerte de quienes le rodean). No, no le odio. Oskar me ha hecho llegar a las lágrimas relatando una historia llena de historias que, narradas con una fuerza expresiva fuera de lo común, han llevado al límite mis sentimientos. Y no sé si lo consigue porque logra engañarme a mi también con su apariencia infantil o porque el uso de la primera persona me hace empatizar. O puede ser porque también nuestro pequeño protagonista me ha hecho reír. Mucho. Una crítica plagada de rebuscados paralelismos, ese ego que gobernará siempre a Oskar, ese burlarse de cuanto le rodea, eso también forma parte de su decisión de no crecer, ese verlo todo desde otro punto de vista (tanto real como imaginado), darán al libro que tenemos entre las manos el punto satírico indispensable para comprender a Oskar. No le odio porque me ha dado la mano durante todo el recorrido y yo no la he soltado.

Creo que el próximo mes escucharé, leve, el tamboreo que nos ha acompañado a mí y a Oskar, durante toda la aventura.

El Tambor de Hojalata, Günter Grass. Maravilloso.

miércoles, 17 de septiembre de 2014

Tradición

Érase una vez, hace mucho tiempo, un animal hermoso que pastaba bajo los ardientes rayos de sol que engrandecían unos cuernos puntiagudos. El animal, imponente, grandioso, miraba con sus ojos castaños la hierba y el cielo que le regalaba el día.
Érase una vez un toro que pastaba tranquilo y negro sobre el verde tapiz de la vereda. Su grupa subía y bajaba acompasando una respiración monótona, carente de sentido y, sin embargo, llena de vida.
Érase un grupo de salvajes que se acercaron al majestuoso animal. En la vereda, le rodearon y azuzaron gastando y desgastando su paciencia.
Érase un animal paciente que pacía en un prado y erase también un río que, silbando, le cantaba versos al oído al animal que iba a morir. Porque el animal iba a morir, y eso hacía jalear a los salvajes que, con lanzas, gritos, palos y piedras, clamaban con sus bocas de dementes la sangre que, bombeando un corazón asustado, mantenía erguido al animal herido. El toro estaba solo.
Érase un toro que, con su último aliento, su última sangre, se desplomó en el suelo suplicando con unos ojos oscuros que decían, que gritaban, que exigían un por qué.
Érase una vez un animal que dedicó su último esfuerzo a mirar al cielo y a recordar su verde vereda, sabiendo que nunca más pastaría en ella, ni el sol reluciría furioso sobre sus cuernos, ni el río atronaría sus oídos con versos.
Érase una vez un animal triste.

lunes, 15 de septiembre de 2014

El frío

Estoy cansado de tener frío.
El frío lleva atenazando mis manos desde el día que llegue a este mundo, envuelto en una viscosa masa sanguinolenta. Lloré para llenar mis pulmones de angustia. Tenía miedo. Me envolvieron en una fría toalla las manos gélidas de una enfermera y me abrazaron los brazos de mi madre. Sus cálidas manos me reconfortaron durante un momento demasiado breve y la fría capa de mi cuerpo las enfriaron en cuestión de segundos.
Mas tarde, cuando ya aprendí a sostenerme en un suelo que parecía hielo, descubrí pequeñas cosas que me reconfortaban. El fuego, la lumbre, los abrazos de mi madre. Solo esas cosas me ayudan a descascarillar la escarcha invisible que amenaza con congelarme pero que, al mismo tiempo, me protege.
El médico dice que son figuraciones mías. Claro. Él es incapaz de comprender mi inevitable miedo a morir de frío en pleno Julio. Me hicieron pruebas con resultados invariablemente negativos y decidieron mandarme al psicólogo. Yo prefiero llamarle loquero. Y es posible que esté loco porque, ¿cómo se explica que el vaho que sale de mis labios sólo lo vea yo? ¿Cómo puede ser que mi cuerpo no deje de temblar y sólo yo me de cuenta?
Tengo miedo a que la sangre de mis venas se congele dentro de mi cuerpo, le dije al loquero. Tengo miedo de morir cuando me cambio de ropa. Sufro ataques de ansiedad cada vez que pienso que mi anciana madre pueda morir porque perdería una de las fuentes que logran que yo siga con vida. Me estremezco (aun más) de solo imaginarme un día sin agua caliente. Él no lo entiende. Finge entenderme, pero no lo hace. Me somete a pruebas día tras día. Baja la temperatura de la estufa que le obligo a mantener encendida durante las sesiones. Yo me doy cuenta. Aunque haya sido un solo grado, me doy cuenta. Y aunque él trate de disimularlo, está fascinado, y comienza a creerme. Un día tocó mis manos.
¿Puedo tocar tus manos? Me preguntó. Ahí supe que había empezado a creerme. Y le acerqué mis gélidas extremidades, no a sus propias manos, sino a su rostro. Vi su mueca. Le noté temblar un momento. No volví a las sesiones. Me estaban estafando. Además, en los ojos de mi doctor pude observar, más que frío, miedo.
Porque tenemos miedo de lo que no sabemos explicar. Y mucho más un médico. En este caso, un loquero.
Yo no puedo saber lo que me pasa o por qué me pasa esto y, no, antes de que el aventurado lector cometa el error de pensarlo, no soy un vampiro ni nada por el estilo. Y si lo fuera, no sería tan estúpido de contarlo. Ni de narrar la vida de un ídem. Así que de vampiro no tengo nada, excepto que no me gusta el olor a ajo, pero éste está muy lejos de matarme.
Va a matarme el frío.
Y no sé explicar el por qué. Mi madre dice que tengo soledad. Está chocha, claro. Eso es una gilipollez, yo no me siento solo, de hecho, me siento excesivamente acompañado. Acompañado, muy frecuentemente, por gente que trata de demostrar su erudición haciendo experimentos conmigo. Yo les sigo el rollo porque, en cierto modo, me divierten. Así, he llegado a hacer cosas como acostarme con varios de mis amigos en experiencias homosexuales que podría relatar con escrupuloso detalle. No voy a hacerlo, por supuesto, sobre todo porque de relatos eróticos está el mundo lleno y lo que yo hice no se sale demasiado de los lindes de una película pornográfica. También he tenido encuentros sexuales con varias mujeres. En este caso, si me ahorro los detalles no es por lo escabroso que pueda parecerme a mí mismo lo que hice con ellas, sino porque no tengo el más mínimo interés en que los miembros del jurado, ustedes, en su gran mayoría heterosexuales, se masturben leyendo estas páginas. En cualquier caso fueron experiencias altamente satisfactorias pero que no rebajaron en ningún caso mi ardiente frío (aunque sí mi deseo).

Esta es la breve historia de un alma breve. Y, sin más preámbulos, argumentaré mi defensa. Fría y breve. Como yo.

Hoy, veintisiete años después del día de mi nacimiento (el día más importante de la Historia de Mi Humanidad), sé que voy a morir. Enterré a mi madre hace dos meses. La pobrecita estaba blanca, pálida y, por primera vez desde que me abrazó aquella vez en que lloré al mundo, toqué sus manos y tuve que separarme de ella con una mueca de disgusto. Estaba fría. Sus labios finos recubiertos por una capa de escarcha que los tornó morados. Sus ojos, muy abiertos, aún miraban con espanto el rostro de su verdugo. Su temor, su miedo, la había paralizado en esa oscura agonía que todos, incluidos ustedes, miembros del jurado, tan altos y soberbios, van a vivir en algún momento. Miraba, como digo, a su verdugo con espanto. Y su verdugo, su hijo, yo, vil hombre salido de las profundidades de algún infierno helado, cerró sus ojos condenatorios. Callé sus ojos y, ese sutil gesto, disfrazó de dolor mi miedo, mi culpa. Mi madre murió en un intento desesperado de darme vida, darme su aliento. Trató de llevarse consigo mi escarcha y mi frío. Y yo la maté. Y ella, que a pesar de todo, de su miedo, de su amor, de esa infatigable abnegación de la que se jactan las madres, me culpó de su muerte, y me aterraba.
Desde entonces, estimados miembros del jurado, una parte de mí clamó venganza hacia esa mujer que había perdido la vida para, creía yo, culpable de tantos males, mortificar mi existencia y acentuar mi gelidez.
Yo no portaba un cuchillo, señores, no llevaba nada en las manos. Sólo el frío. Y mi madre, pobrecita, mi madre se sacrificó para salvarme. Ella me lo dijo. Mis manos de hielo se cerraron en su cuello, y ella, mi madre, pobrecita, dejó de respirar para salvarme a mí, pobre engendro, de las garras de mi propia inconsistencia.
Y, si ustedes, en su sonora omnipotencia y en su salvaguarda de humanos sin taras, sin miedo, sin frío, lo consideran oportuno, entonces he de ser condenado, pero, ¿quién es el hombre para juzgar lo que no puede comprender? Si mi madre siguiera viva, triste, pobrecita mía, yo estaría muerto, y quizá sea eso lo mejor, siendo yo una criatura extraña, engendro del mal y salido del abismo. Quizá yo debí morir o dejarme morir cuando ella me suplicó que acabara con su sufrimiento. Quizá no soy más que un animal patético que se aferra a una vida condenada al desastre porque siempre será un asesino. O quizá hoy se juzgará mi muerte, y con ella, a mi madre, bendito ángel, por mi homicidio. Quizá todos ustedes no comprendan que el frío nubla y congela todo pensamiento. Y mi pensamiento se congeló en la red de mis manos sobre la garganta de quien me trajo al mundo. Y sus lágrimas devastaron y rompieron ese frío que me mataba.
Soy un asesino. Pero ¿soy culpable acaso de salvar a mi madre? Ella hubiera acabado con mi vida, la vida de su hijo, su único hijo, su primogénito monstruo, de no haberlo hecho yo antes. Ella así lo quiso. Y yo también. Juzguen mi error y condenen al cálido fuego eterno a este alma congelada y marchita porque, sino, yo mismo clavaré las garras en sus huesos y en sus músculos y atravesaré sus asquerosas vísceras porque, como monstruo, engendro vampírico terrorífico, como El Mal, sonreiré y me llenará de calor el grito y el aliento que saldrá, espantado, de sus purulentas gargantas.

Relevo

"Cualquier destinopor largo y complicado que seaconsta en realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es". J. L. Borges


-Nos reuníamos antes allí, en los futbolines, todos los domingos. Una partidita y luego ¡ale!, de bar en bar. Todos los hermanos. Los siete. Tú te quedabas por ahí sola con una coca cola. Nunca querías jugar. Aunque, claro, eras mu pequeña, ya ni te acordarás. Tu padre era el mejor,canija. Siempre nos juntábamos de pareja. Menudas palizas les metíamos a estos gualtrapas...- Mi tío Luis se queda un buen rato callado. Cierra los ojos y suspira. Cuando vuelve a abrirlos, me mira fijamente.- Ahora que eres mayor, te puedo hablar claro, ¿no? Tus tíos, una panda de caraduras. Porque antes todo mu bien; que si jugábamos a las cartas, que si íbamos al Santiago Bernabéu, lo del futbolín, los toros... todo eso lo hacíamos juntos. Hasta que metimos el puto dinero de por medio. O hasta que murió tu padre. Supongo que ambas cosas. Empezaron estos a tener apuros económicos y... Luci, tú sabes que yo no tengo ningún problema en dejar dinero y menos a mis hermanos. Empezó el Santi. Dos mil euros pa nosequé de la casa. Dijo que me los devolvería pero yo ya sabía que era a fondo perdido, canija. - Mi tío suelta una carcajada estridente que retumba en todas las paredes del bar. Mucha gente nos mira.- A mí eso me ha dado siempre igual, ya lo sabes. Y bueno, luego el Ángel decía que le iban a cortar no sé si la luz o el agua y ¡ale!, otros dos mil napos. Del tirón, ¿sabes? Y yo nunca se lo he pedío, ni pienso hacerlo. Pero coño, la partidita de los domingos... Son una panda de caraduras. Al Lolo no hay manera de sacarle de casa, está muerto en vida. ¡Muerto está! Que se lo digo to los días, pero que na, que no hay manera. Que sí, canija, que le da miedo salir a la calle por el tema ese del ictus que le dio hace años y que estuvo ahí tirao en la calle. Pa haberse matao, de acuerdo, pero joder, Luci, no me jodas. Eso no es vida. He pensao en comprarle un perro o algo pa obligarle a salir aunque sea pero, bua, al final el perro me lo voy a comer yo y no estoy pa más fregaos. El Ángel, el más listo; se casa, pasa de sus hermanos y cuando necesita pelas se acuerda del gilipollas del Luis. La Pili ya sabes cómo está, pobrecita mía, que ya no puede casi ni moverse de la cama. Estas navidades le voy a regalar una tele, que la que tiene es una mierda, tó los cables pelaos y todo mu malamente dispuesto. Yo no creo en la navidad, ¿sabes Luci? Pero un regalo o una cena entre todos pues sería lo suyo, joder. Estar todos juntos una puta noche. Yo no creo en Dios ni ná. O qué te crees. ¿Que están ahí todos los que nos han dejao bailando jotas? No no. Eso son cuentos. Tu padre me jodió la vida, ¿sabes? Se murió y me jodió la vida. Tu padre era mi hermano. El único, joder. Que no tenía un puto duro pero tampoco lo pedía, coño. Que venía a casa a verme. Nos íbamos de cubatas noches enteras. Todavía me preguntan por él. Le quería mucho por aquí la gente. Yo el que más, eso sí. Eso que te quede pero bien claro, Lucía. El muy... me jodió la vida. Me la jodió, sí.- Mi tío se gira para que yo no vea el dolor que sale de sus ojos azules. No tarda mucho en recomponerse.- Luego está el Pablo. A ése creo que ni le conoces, o le viste una vez de pequeña. Ni te acordarás. -Niego con la cabeza- Tiene mitad de la cara quemada, ¿ya te acuerdas?- Asiento enérgicamente- El muy gilipollas se quemó la cara de canijo y así se ha quedao. Ése va a lo suyo. Creo que está con una ahora. Una colombiana o no se qué. Tampoco le veo mucho. -Luis hace una breve pausa para darle un trago a su bebida. Mirando al suelo, continúa.- Del que sí me acuerdo mucho es del Pepe. Tu tío Pepe. No me mires así, canija, tú no le llegaste a conocer. No habías nacido cuando murió. Madre mía la que se armó en el hospital. Los médicos desquiciaos, te lo juro. La policía en la entrada de su habitación porque, claro, el Pepe estaba en la cárcel cuando se puso malo. Que no sabían lo que era, decían. Que no sabían, los hijos de puta. Qué hijos de puta. Le dejaron morir. De mala manera, ahí, solo. Que no podíamos entrar, que nos decían 'es peligroso'. Qué hijos de puta. Ni un abrazo le pudo dar a su madre. A tu abuela, que en paz descanse. Ni un beso. Cómo lloraba tu abuela. No te haces una idea. Yo no sé lo que debe ser pa una madre perder a un hijo. Pero, joder. Ni traspasar el umbral le dejaron. Ahí a través de un cristal. Tu padre le quería mucho, al Pepe. Se hacía querer, el muy cabrón. To el día de guasa. No sé por qué lo metieron en la cárcel. Nunca lo pregunté, y qué quieres que te diga, canija. Prefiero no saberlo. -Mi tío coge una servilleta y se suena ruidosamente los mocos. Le hace un gesto al camarero para que rellene nuestras bebidas. El camarero lo hace y mi tío le da un largo trago a la suya.- Después nos dijeron que era sida, lo que tenía el Pepe. Figúrate, el sida. No se sabía ni lo que era. Vaya jaleo se montó en el hospital. -Luis hace una pausa simbólica, casi teatral, en su discurso. La sonrisa vuelve a su rostro cuando sigue hablando- Pues yo me voy a regalar un fin de semana y me voy pa Asturias, que me lo tengo ganao. Me voy pa Asturias y seguramente vuelva casao. No te rías tanto, canija, que ya te conté que estoy con una chinita. Una chica bien maja y bien guapa. Igual me caso con la chinita. La pena es que nunca me acuerdo de su nombre. Mulan, que la llamo yo. O chinita. Chinita de mis amores. Pues como venga casao, el disgusto que se van a llevar tus tíos. Tó lo mío pa mi Mulan, coño. A tomar por culo. No te rías, canija, que lo digo en serio. Pa mi china, y pa ti, claro, eso ya lo sabes -Me guiña un ojo.- Pero de que me voy no les digas ná a estos, que no quiero que se entere nadie. Aunque, total, no creo que nadie me echase de menos hasta que les pique el bolsillo. Vaya panda. Y la cosa es que les quiero, Luci. Que son mis hermanos, cachis, que me da rabia hablar mal de ellos. Pero es que son unos interesaos. Solo miran por ellos. Primerísimas figuras. Que el Javi, el del Ángel se casó hace dos meses. Si, si, como lo oyes. Ni a la boda me invitaron. Que no me importa, canija. Que ya no espero na de nadie. La partidita de los domingos. Eso sí que lo echo de menos, que igual que te digo una cosa te digo la otra.

Mi tío, cansado de hablar, se queda callado mirando su copa casi vacía. Le digo que tengo que irme. Luis asiente, pide la cuenta, paga, y salimos despacio del bar. Su cojera se ha acentuado con el paso de los años y el alcohol ha empezado a hacer mella, con lo que tengo que agarrarle del brazo para salir. Me acompaña a la parada del autobús y nos despedimos con un abrazo. Feliz Navidad, le digo a sabiendas de que no podría decir nada más estúpido. Me sonríe y me da saludos para mi madre. Veo a mi tío alejarse calle arriba cojeando y me doy la vuelta para no verle. Llega el autobús y, antes de subirme, vuelvo a darme la vuelta y observo que aún no ha desaparecido de mi vista. La gente me empuja para subirse, estamos en hora punta en Madrid. Yo me quedo helada mirando a mi tío. Algo me ha detenido completamente. Acabo de caer en que es domingo. Alguien me insulta por tardar tanto y el autobusero me mira con cara de fastidio. Entonces, aparto a empujones a la gente que hace cola detrás de mí y echo a correr calle arriba. Sin parar. Siento que se me van a salir los pulmones por la boca. Deberías dejar de fumar, canija, me dice siempre mi tío. Sigo corriendo hasta que le alcanzo.

-Vamos a los futbolines que te voy a meter una paliza que pa qué, Luis.

Mi tío me mira. Sus ojos reflejan tal gratitud que soy incapaz de describirlo con palabras.

-¿Tú a mí, canija?

lunes, 8 de septiembre de 2014

Al otro lado

La plaza del Cascorro está llena de gente. Árabes, africanos, asiáticos, europeos. Gracias a esto, escucho una amalgama de idiomas a gritos que, en contra de lo que pudiera parecer, no me desagrada en absoluto. Llego a la plaza un poco perdida, sintiéndome muy pequeña. Una madrileña más paseando por las luces de La Latina. Encuentro a un grupo de conocidos, con los que comparto unas breves palabras y muchas risas. Aquí todo el mundo está borracho. Como siempre, supongo que por esta manía de contar historias, observo a las personas que me rodean.
Como digo, hay mucha gente. Pero lo mejor de todo sucede cuando unos chicos se ponen a jugar un partido de fútbol con una botella vacía como pelota. Gritan, aplauden, ríen...
Sonrío mirando la escena, que me recuerda mis años en el colegio. De pronto, algo llama la atención de todos y los rostros que me rodean se ponen serios. La gente ya no grita. Ahora sólo escucho español en la plaza.
La causa de este repentino cambio, como no podía ser de otra manera, es una luz azul que se acerca a gran velocidad calle arriba. La policía de Madrid haciendo de las suyas. La plaza se va vaciando poco a poco, cada vez más rápido. Ya no queda casi gente. Yo también me voy lo más rápidamente que puedo.
Siguen llegando coches y en breves minutos la plaza queda completamente vacía. Mis amigos y yo comenzamos a subir la calle en dirección a Tirso. De pronto, me doy cuenta de que me he dejado el bolso en la plaza. Bajo la calle a todo correr sin ninguna esperanza de encontrarlo. Cuando llego, me sorprende ver que aún quedan algunos coches azules. Entro en la plaza bajo la mirada de desprecio de las fuerzas del orden. Me acerco al banco y, ahí está mi bolso. Lo recojo sin poder apenas creer que siga ahí y, cuando voy a irme, algo me roza los pies. Un perrito. Me agacho y lo acaricio mientras él me lo agradece con besos mojados.
Cuando, por fin, me incorporo para irme, el perro se aleja unos metros y se acurruca junto a un bulto negro que está tirado bajo uno de los bancos de la plaza. Me acerco. Es un chico de unos treinta años, que va mal afeitado y que está tratando de dormir. Le saludo y me responde con una sonrisa. Hablo un rato con él, no mucho porque le noto muy cansado y no quiero ser un estorbo. Giro la cabeza y me encuentro con que la policía sigue mirándonos, obviamente, estamos solos en la plaza.
No sé qué hacer por él, así que resuelvo darle el paquete de tabaco que llevo en el bolso (sólo quedan dos cigarros con lo que me siento absurdamente miserable), me levanto, me despido dándole la mano, acaricio brevemente a su perro y me voy. Cuando salgo de la plaza, lo único que pienso es en que las luces de los coches molestan el sueño de mis nuevos amigos. Ya que no vais a ayudarles, al menos dejadles dormir. Bastardos.

¿Quienes son los salvajes? ¿Los chavales que jugaban al fútbol? ¿Mis amigos y yo? ¿El chico y su perro?
No. El salvajismo y la indecencia volvieron a venir de la mano del Excelentísimo Ayuntamiento de Madrid. Queridas Fuerzas de Seguridad, perdonad que os lo diga pero, francamente, estáis en el lado equivocado.

El chico se llama Jorge. Su perro, Chulo. Ambos son madrileños "de toda la vida". Jorge lleva paseando sus 32 años por las calles de Madrid los últimos cinco meses. Escribe poesía y cuentos infantiles. Hace tiempo que no habla con sus padres porque no quiere entristecerles. Pero, claro, ¿a quién le importa eso?