miércoles, 29 de enero de 2014

Sesenta pesetas


Las palabras esperaban dormidas dentro de aquel libro antiguo y polvoriento que esperaba dormido en aquella estantería antigua y polvorienta que estaba dentro de la casa. Las palabras fueron leídas hacía ya mucho tiempo por un hombre que al terminar de leer, se sentó en su sillón y se fumó un cigarro mientras pensaba en ellas. Las había desnudado y besado. Las había comprendido y llorado. Las había suspirado y había desgranado cada verso en susurros. Porque las palabras formaban versos. Los versos, poemas. Y el hombre, que era un poeta, cuidó del libro hasta que la vida los separó.

Pasaron los años y el libro languidecía en aquella estantería apolillada. Las palabras, ya lo sabéis. Las palabras dormían.
Un buen día, un rayo de luz dorada despertó al libro, que despertó a las palabras que avisaron a los versos. Unos ojos cansados leyeron un par de poemas. Al poco, los ojos dejaron de estar cansados, tornándose curiosos y atentos. Poco después, página tras página, se mostraron ávidos. Finalmente, los ojos parpadearon mojados y una sonrisa paseó por el rostro de la niña que había abierto el libro.
La niña no lo supo hasta poco tiempo después, pero ya estaba perdida en el mundo de las palabras. Sin querer, al abrir aquel libro, que era una antología, había despertado palabras que habían despertado versos que habían despertado a un grupo de poetas argentinos; a Echeverría, a José Hernández, a Borges, a Raúl González Tuñón, a Luis Cané, a Cortázar.
Vio que el mundo era infinito a través de las palabras. 
Comprendió un poco más a aquel hombre que las había leído hacía ya mucho tiempo. Guardó el libro de su padre para leerlo cada noche antes de dormir. Las palabras, los versos y los poetas ganaron una amante. 
La niña ganó mucho más.

El libro había costado 60 pesetas.

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