martes, 19 de noviembre de 2013

Los dos hijos.

El niño murió a las diez. Todos los presentes lloraron de impotencia y rabia. Todos besaron su frente y acariciaron sus mejillas. Todos desearon que existiera un Dios que lo acunara en su regazo. Todos pensaron en sus respectivos hijos. No soportarían perderles. Todos miraron al padre, que lloraba en un rincón, y abrazaron a la madre que permanecía muda, con las manos apretadas, rezando por el alma de su hijo.

La hermana del niño no salió de su habitación. 

En la casa se escuchaba un silencio atronador. Echaron de menos el llanto del pequeño, sus correteos, su risa. Sólo había tristeza y dolor.
El padre se convenció a sí mismo de que debía ser el fuerte, el que ayudase a las dos mujeres.
La madre deseó haber muerto ella en lugar de su pequeño.
De la hermana no se supo nada. No salió de su habitación.

Pasaron los días y el padre salió a trabajar, volvió a besar a su mujer al despedirse y empezó a vivir pensando que ya no estaba su hijo. El dolor por la pérdida lo desgarraba por dentro, pero quería demasiado a su mujer como para derrumbarse.
La madre dejó de rezar con el paso del tiempo, trató de mantener su mente distraída con el trabajo y, en cierto modo, lo consiguió.

Pasaron los años. Uno, dos, tres. Los padres del niño volvieron a sonreír y dejaron de ir cada día al cementerio. Cuatro, cinco, seis. La madre dejó de oír el llanto de su niño en sueños. Siete, ocho, nueve. El padre se felicitó a sí mismo por sacar adelante a su familia.

Diez. La hermana del niño no salió de su habitación.



Nadie veló el cuerpo de la hermana del niño. Nadie lloró por ella. Nadie rezó. Nadie, nunca, la recordó.


El niño era judío. Su hermana, camboyana. Y siria. Y bosnia. Y egipcia. Y palestina...

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