viernes, 15 de noviembre de 2013

La poesía y el sexo

No me había fijado demasiado en él. No era guapo y, cuando subió al escenario quedó claro que era demasiado gordo, demasiado bajo y tenía el pelo demasiado largo. Sonreí con condescendencia, mirándole.
Estábamos sentados bajo el escenario, escuchando un recital de poesía. Algunos eran muy buenos, otros, peores. Los había bárbaros.
Este chico subió las escaleras despacio, mirando al suelo sin verlo. Estaba pensando. No llevaba libreta ni ningún otro papel con su poema apuntado. Qué extraño.

¿He dicho ya que no era guapo? Rectifico. Era extremadamente feo. Era escultóricamente feo. Era feo feo, que siempre es más que feo. Era muy feo. Dibujar su rostro debía suponer una tarea de titanes porque no había ni rastro de simetría en su cara. Era, probablemente, el chico más feo que he visto.
Él subía al escenario mientras yo pensaba estas cosas, su imponente barriga ondulaba con los pliegles del rojo jersey y su pelo, grasiento como el de los escritores, caía en breves cascadas por su espalda. Me dio un escalofrío.

Cuando llegó al punto de lectura, el joven se detuvo. Le llamo joven, pero, debo decir que su mirada, venía del pasado. De los siglos. Supuse que debía tener entre veinte y dos mil años.
Comenzó a recitar. Un chorro de voz grave retumbó en la sala con estruendo. Un torrente de palabras me dejó con los ojos y los oídos muy abiertos. Los pelos de mis brazos se pusieron de punta y a mis ojos, quisieron venir a bailar las lágrimas.

Me fijé más en él. Me fijé en su poesía, en su voz, en sus manos. Reparé un poco en su acento. Quise ver sus ojos y, si no eran azules, eran de un marrón muy claro. Sentí que el mundo se detenía sólo un momento cuando él puso sus ojos en mí mientras seguía recitando. Hablaba de cosas pequeñas, de cosas, "de poca importancia", que diría León Felipe. Hacía grandes cosas como el metro, los charcos, las calles, las huellas.

Un estruendo me sacó de mi ensimismamiento, se me había roto la copa de vino. Había resbalado de mi mano y caído al suelo. El chico no dejó de recitar. Me miraba. Sé que, por dentro, sonreía. A mi cuerpo llegaron unas ganas inmensas de corresponderle con otra sonrisa. Pero no pude. No podía casi moverme, era como si el ruido del vidrio, su mirada y su sonrisa, hubiesen parado el reloj y los cuerpos. Terminó un poema diciendo "eres mía" y sentí que, efectivamente, era suya.

Creo que fue el acto de amor más íntimo que he compartido con nadie en mi vida.

No le volví a ver. Era guapísimo.

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