lunes, 25 de noviembre de 2013

La Venganza de Caperucita


Hace tres meses (día arriba, día abajo), salí a dar un paseo por los alrededores de mi casa. No tenía intención de alejarme demasiado porque estaba esperando una visita. Así que decidí dar un pequeño rodeo a la manzana. Era un día más bien frío y no había nadie por las calles. Serían las siete o las ocho de la tarde. Recuerdo que había en el barrio un silencio sepulcral.

Cuando el frío comenzaba a atenazar mis manos, pues al final el paseo había sido más bien largo, decidí volverme a casa, preocupado por si la esperada visita ya andaba por allí. Apresuré el paso decidido a llegar en un lapso breve de tiempo hasta mi casa. Al doblar una de las esquinas de un viejo edificio medio derruido, me topé con una figura fantasmagórica y terriblemente hermosa. La joven iba totalmente vestida de un blanco perlado y sus enormes ojos me miraban asustados. Estaba tiritando y recuerdo que me pregunté si sería de frío o de miedo, pues mi vestimenta siempre ha sido algo descuidada. El pelo de la chica estaba revuelto y sus mejillas teñidas de un carmesí que le otorgaban una candidez admirable. Le dije, con muy educadas formas, que sentía haberla asustado. Que lamentaba el error. Por dentro me enorgullecí de haberla asustado sin querer porque eso ya me situaba en un plano más elevado con respecto a ella. Ella seguía mirándome con los ojos muy abiertos, noté que el temor desaparecía poco a poco de su rostro y me alegré.

Ojalá hubiese sabido entonces que, quien debía estar asustado, era únicamente yo.

La muchacha se tranquilizó y me dijo que se había perdido, que estaba tratando de encontrar la casa de su abuela, pero no conocía la zona. Yo, diligente, con muchas ganas de continuar hablando con ella y de acompañar a una criatura que me resultaba tan encantadora y tan frágil, le dije que le ayudaría a encontrarla. Ella me mostró una sonrisa tan blanca como su vestido con la que olvidé por completo la visita que, seguro, me esperaba en la puerta de casa consultando impaciente el reloj.

Dimos muchas vueltas por la zona. Yo tenía el secreto y oscuro deseo de que Beatriz (como me había dicho que se llamaba), no diese con la dirección. Estaba oscureciendo y pensaba ofrecerle como salvación mi confortable casa. La boca se me llenaba de saliva de sólo pensar en pasar una noche al lado de semejante belleza.
Para mi enorme desazón, poco después encontramos la calle y, algo más alejada, la casa de su abuela.
Ella me ofreció entrar y decliné la oferta aunque, una vez volvió a insistir haciendo uso de su bella sonrisa y su mirada, accedí.

Caí en la trampa una vez más.

La casa era un enorme caserón de dos plantas, todas las luces estaban apagadas, con lo que no pude apreciar la decoración del lugar. Perdí a Beatriz, que caminaba (o eso creía yo) a mi lado, durante un instantes. Alguien me tocó el hombro y vi sus ojos brillando en la negrura muy cerca de los míos. Entre la oscuridad reinante en, lo que supuse, sería el comedor, yo sólo la veía a ella, que se acercaba cada vez un poco más. Y más. Y más.

No sé cuánto tiempo pasé acariciando su cuerpo y bebiéndome su boca. Sus gemidos se prolongaban por todas las estancias y fui feliz, verdaderamente feliz, como nunca en mi vida, cuando la tuve rodeada con mis brazos esa noche. Perdí totalmente la cabeza durante el tiempo que duró la unión de nuestros cuerpos. El mío, cálido, sudoroso, moreno. El suyo. Blanco. Virginal. Frío. La oscuridad no me dejaba ver más que sus ojos. Pero yo la hacía en mi mente más bella de lo que ya era.

Después, llegó el cansancio.

Ella se levantó despacio y se enfundó su vestido blanco. Ya no lo vi tan blanco. Estaba sucio y arrugado. Sus ojos ya no eran tan grandes y, a su sonrisa, que ya no era hermosa sino sólo terrible, le faltaban muchos dientes.

"Voy a la casa de mi abuela". Recordé que Beatriz me había dicho horas antes. Entonces me asusté. ¿Beatriz había entrado conmigo a la casa? Ya no podía asegurarlo. Y encima estaba esa maldita oscuridad. Yo seguía tumbado en el sofá y Beatriz, o su abuela, o quien demonios fuera, me miraba divertida desde el umbral de la puerta. Alcancé con mis manos el interruptor de una de las lámparas de la mesa y lo accioné. Lo que vi me dejó tan espantado que se me paralizó el cuerpo y se me agarrotaron los músculos de tal manera que fui incapaz de levantarme.

Beatriz llevaba, además de su vestido blanco, una caperuza roja atada al cuello. Le otorgaba un aspecto algo infantil y desaliñado, y le confería, además, un aire mucho más terrible. Me miró, esta vez sin atisbo de coquetería o fragilidad, y me señaló un objeto que había a sus pies. Un hacha. Se agachó despacio y la agarró con una sola mano. No pude moverme porque otra mujer, la del vestido no tan blanco (sin duda su abuela) había aprovechado mi estupor para, con increíble rapidez, esposarme las dos manos y atarme los pies.

Beatriz se acercaba lentamente a mí. Se enfundó la caperuza y entonces la reconocí. Recordé una noche de hacía algunos años. Un callejón. Yo. Ella. Su mirada asustada y su cuerpo tembloroso. Mis enormes garras acariciando su cuerpo. Sus gritos. Esa misma caperuza, arrancada, tirada en el suelo.

Siguió acercándose a mi despacio. Saboreando su venganza. Habían pasado años y ya era toda una mujer. Se puso frente a mí y levantó el hacha.

La niña venció al lobo. 

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