miércoles, 18 de marzo de 2015

Sed de lágrimas

Empiezas en silencio. Los párpados se van enrojeciendo poco a poco. Tu rostro se contrae en una mueca cansada y triste. La primera lágrima se asoma temblorosa por la comisura del manantial herido. Así, despacio, atraviesa surcando tu mejilla en llamas. Despacio. Balanceándose hacia su perdición. Tu boca.
Ella sola, como el condenado al cadalso, se desliza en toda su transparencia. La miro con envidia. Una lágrima puede besar. De dentro hacia fuera. Y ella deja una estela mojada en el rostro de cera que me humilla. Una caricia carente de significado. Mi mano, emulando a una araña rencorosa, recorre el camino marcado por la traidora lágrima mientras suspiras y empiezas el compás de la siguiente. Como algo simplemente necesario, la gota de sal se desliza despacio por el mismo camino. Observo cómo se columpia divertida mientras mancha tu mejilla de dolor. La lenta agonía de la primera se repite con ella, que muere en tu boca. Llega una tercera, y una cuarta, y una quinta y una sexta y yo deduzco que los celos van a obligarme a abalanzarme sobre tus labios. La boca luce íntimamente mojada. El estómago me palpita con creciente ansiedad. Una punzada molesta recorre mi espalda. Ya no puedo soportarlo.
A la novena lágrima le hago una promesa. Y ella, fatigada, detiene el tiempo estrellándose contra tus labios. Antes que se seque, antes que tu lengua la ataque, antes que la lágrima deje de arder en tu boca, apago el fuego con mi lengua.
Tus labios se abren con desesperación, buscando una lengua, un consuelo que sólo busca una lágrima dentro del pozo infinito de los besos.
Y, mientras te consuelas en mis labios, saboreo la sal de tus ojos.

Así quisiera estar.

Suspendida sobre la levedad de una lágrima.

En la gravedad de un 'siempre'.

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